Robert Crumb, maldito calamar memorioso
El dibujante 'underground' ha cumplido 75 años. Buena parte de su vida la ha pasado expeliendo cómics llenos de incorrección política y hermosura envenenada
19 septiembre, 2018 00:00La de los Crumb es otra familia infeliz a su manera. Combina la ortodoxia católica y puritana de puertas afuera con el desparrame violento en la intimidad. Lo que pasa en el hogar se queda en el hogar. Los cinco hijos se esfuerzan por seguir las rígidas normas del cabeza de familia, un marine que lo mismo ilustra exitosos libros sobre armas y defensa personal que colorea moratones de violencia doméstica sobre todo el clan. Así las cosas, los Crumb se asemejan a esos linajes victimizados por una infancia demasiado terrible a la par que artística, combinación letal que perpetra adultos seriamente dañados y tóxicos, una versión redneck y comiquera de los Panero. Un tipo de desarreglo emocional que, en las manos del talento adecuado, crea obras de arte venenosas y adictivas.
Tal vez para huir de ese infierno tan temido y cotidiano, uno de los hermanos, Charles, decide poner en marcha una industria doméstica dedicada a la producción de viñetas. Como un Stan Lee aquejado de una severa acondroplasia, ordena que las habitaciones de sus hermanos se conviertan en un estudio de dibujo clandestino. Él diseña las tramas y los personajes y el pequeño Robert es forzado a dibujar las viñetas. Los fanzines resultantes, Foo y Crumb Brothers Alamanac, se distribuyen por la ordenada cuadrícula del vecindario de Filadelfia con éxito más bien escaso. Mucho tiempo después, Robert confesará que a él ni siquiera le gustaba tanto dibujar cómics –prefería dibujar en general–, pero que su hermano mayor, mano de hierro en guante de esparto, le obligaba a entregar viñetas bajo la amenAzas de diversos tipos de castigos. El arte con sangre entra.
Músicos de blues /ROBERT CRUMB
Durante aquellos años, Robert Crumb (Filadelfia, 1943) es la viva imagen del perdedor canónico, la víctima perfecta para los machos alfa con exceso de testosterona, más saña a menos cerebro; un tirillas miope al que le gusta vestir con traje y corbata y coleccionar discos de pizarra de 78 revoluciones por minuto; dueño de una sexualidad acuciante y reprimida que le produce un sentimiento de culpa cósmico; cultivador de un rencor absoluto para con las parejitas de triunfadores que ni si quieran reparan en él mientras pasean su felicidad conduciendo un descapotable por la amplia avenida de la adolescencia normativa; dibujante de ilustraciones eróticas para el autoconsumo, estampas de vida fugaz que son lanzadas inmediatamente al inodoro después de cumplir su onanista cometido.
Crumb, como un calamar memorioso, va acumulando toneladas de inquina en su bolsa interior de resentimiento. Odio que años más tarde eyaculará en forma de viñetas saturadas de tinta y mala leche. Enfermizas y humillantes para todos. Primero para él mismo. Tal vez necesarias para todos. Cómics que cumplirán la función de la mosca que los grandes artistas barrocos incluían en sus hermosos bodegones ahítos de belleza. Mosca que en su vuelo sisea “todo esta belleza va a morir”; “et in Arcadia ego”, “todo esto se irá a la mierda”. Los cómics de Crumb nos enseñarán la cara oculta del sueño político americano, el reverso macabro del deseo juvenil, la llaga infinita de los labios no besados supurando su pus negro de resentimiento.
'Beauty' / ROBERT CRUMB
A veces da la impresión de que debamos agradecerle a los cómics haber vehiculado la hipermisantropía del artista, haber concedido al reo una vía de escape no violenta, como si sospecháramos que en caso contrario, su primera opción hubiese sido realizar una de esas tradicionales masacres de las High Schools yankis, con las armas que el padre guardaba en algún cajón casero, con un candado siempre demasiado vulnerable.Pero Crumb no mata a una mosca. Deja los estudios al finalizar la High School para migrar hasta Ohio y enrolarse en una compañía donde se dedica a dibujar postales. Industria boyante que sacraliza la felicidad en una América todavía ingenua, que disfruta con los dibujos animados buenistas, que gusta reírse de animales antropomórfos muy cuquis.
Crumb quiere bailar al son de esa música, pero lleva el paso cambiado. Se casa pronto con una compañera de trabajo. Ninguno de los dos tiene más de veinte años. Trabajo, familia y niño parecen una carga demasiado pesada para la enclenque espalda de Robert. “Solo compartíamos una cosa en común”, confesará después, “una total desesperación”. O por lo menos no le funciona a él, que huye de la familia en Ohio, tras la melodía de Hamelin que se escucha desde la costa Oeste, al ritmo alegre del trotar de las jóvenes hippies, correteando para treparse a los gemelos musculados de las amazonas que tanto le fascinan.
Y de repente parece suceder lo inimaginable. San Francisco es una fiesta flower power. En aquel nuevo escenario, donde lo underground cotiza al alza en la bolsa del atractivo, dibujar cómics chalados se vuelve cool. Crumb empieza a publicar en múltiples revistillas undergrounds, crea el mítico Zap Comix, su estilo combina un virtuosismo en el dibujo casi disneyano con unas temáticas de lo más escabrosas.
Uno de sus primeros éxitos es el gato Frizt, un Gardfield golferas, un Felix con un severo problema de adicción al sexo, un gato poco de fiable que, tras una incursión en el cine que no dejará a Crumb contento, acabará siendo asesinado por una de sus amanates con un picahielos en el cráneo, treinta años antes que lo de Sharon Stone en Instinto básico. El mito dice si se escucha al revés el White Album de The Beatles se puede escuchar el mensaje oculto de la muerte Paul Mcartney. En la obra de Crumb, si se lee con atención, podemos escuchar el trip de los ácidos de mala calidad, el fin del verano del amor, el acoso y derrumbe de otra utopía social asesinada a navajazos por un grupo de muchachas hermosas fanáticas de Charles Mason. Un backmask gráfico –el ocultamiento de un mensaje en una canción– de todo un sistema de vida puesto en crisis.
La pesadilla de Fuseli /ROBERT CRUMB
En ese contexto, Crumb siente que las chicas le hacen caso por primera vez y decide repetir, una por una, todas las vejaciones de las que cree haber sido objeto. El sueño de la represión sexual produce sueños húmedos. Buñuel sabía que lo bueno del catolicismo es que provocaba la posibilidad del pecado. Solo vulnerar lo sagrado produce orgasmos celestiales. Así Crumb, consciente de que por primera vez tiene la sartén por el mango, decide tensar la cuerda de lo expresable en público, de la humillación pública y produce una serie de cómics autoficcionales donde se dedica a confesar todos sus defectos y manías, unas pinturas negras de sí mismo. Como si un político decidiera publicar todos los tweets faltones que imagina en una noche de drogas y alcohol y construir sobre ellos su carrera pública. La cosa no le sale mal. El reconocimiento y su influencia se expanden por todos lados. Aparecen documentales y películas de ficción inspiradas en él. Crecen las groupies. Y, poco a poco, su obra crece con el gurú Mr. Natural, con las ilustraciones para Harvey Pekar, con la fantástica biografía de Kafka. Publicadas aquí por ediciones La Cúpula.
Crumb dice que en los 90 decide dejar todas las drogas. Primero los ácidos, luego los porros, finalmente abandona Norteamérica. Con su segunda mujer, la también dibujante Aline Kominsky, crea tebeos a pachas donde se dedican a airear sus trapos sucios parejiles como terapia o condena. En la actualidad, parecen dos abuelitos felices en su paraíso francés ajenos a todo le ruido y la furia que provocan sus viñetas y aceptan trabajos cada vez más hermosos y tradicionales que consechan éxito mainstream, véase la fidelísima adaptación del Génesis o la colección de apuntes al natural.
Como Celine, como Bukowski, Robert Crumb nos enseña el camino jodido de la existencia obligándonos a no mirar hacia otro lado. “Es imposible no ofender a aquellos que quieren ser ofendidos”, masculla entre dientes, mientas rasguea el banjo en el portal de su casa. Su obra se empeña en mostar lo hilarante de lo tortuoso, lo inútil de toda trascendencia vital, si no la rechazamos es porque, al contrario de otros grandes odiadores, él se ofrece como primera víctima de todas sus ofensas. “Mi propia condición consiste en odiar todo lo que soy”, dice Crumb entre dientes para después encogerse de hombros y sonreír con su risilla histérica, medio sepultado entre su colección de más de cinco mil vinilos, llenos de blues paleolítico que va del 1926 al 1932, junto a su aparentemente feliz familia, parece decir en una especie de lección magistral de anticoaching: aunque sabemos que la vida está llena de demonios, en muchos casos interiores, el arte perverso nos puede ayudar a encontrar la mejor manera para poder lidiar con ellos. Pese a todo el odio y desesperanza del que somos capaces, si la pensamos bien, la vida puede ser vivida.