Colita, el flamenco en los ojos
La fotógrafa catalana inició en 1963 su trabajo sobre el arte 'jondo', que plasmó en una nueva mirada alejada de lo exótico y lo folclórico para acentuar su carácter original y auténtico
13 junio, 2018 00:00Hasta llegar a ese carrusel de cuatrocientas fotografías, Colita (Isabel Steva, Barcelona, 1944) tuvo que pasar muchas horas en el lugar exacto, con el corazón agitado, capturando escenas que daban cuenta de su ojo preciso y de su instinto claro. Porque el flamenco, como el aire, no dice cuándo viene ni aclara cuándo se irá. De repente, está ahí. Combustiona. Encuentra su sitio por intuición, muy a solas, inesperadamente. Ella, todo eso lo supo bien pronto, impulsada desde una extrema pasión por mirar al otro. Como los mejores del oficio, tiene algo de hechicera con una cámara en las manos.
Gasta así mucho de pionero su trabajo alrededor del flamenco, donde el blanco y negro viene a ser una patente de realismo. Aunque los hombres y mujeres que habitan estas instantáneas son verdad por la fuerza del rito. Quieren representar la enorme precisión de lo abstracto. La fastuosa humanidad de lo inexplicable. Porque un ser humano que canta o baila es una cuestión que convoca de algún modo la tiniebla. Y estas imágenes terminan por empaparse de la magia que buscan. Tienen la vibración de lo insólito y alojan esa humanidad turbadora que está en el perímetro de lo auténtico.
Claro que, bien dispuestas, estas fotografías de Colita acogen una realidad que ya no es. Permiten ver más cosas en las cosas. Más tinieblas en las sombras de los rostros. Más flamenco por dentro. De lo que había entonces en lo jondo, con sus quilates de osadía y de pureza: los sesenta, los setenta, los ochenta, algo de los noventa quizás. Un mundo ya perdido que en sus instantáneas aún sigue en pie, aunque con algo de extensión de cementerio: Carmen Amaya, Antonio Gades, Juan Talega, Vicente Escudero, Manolo Caracol, Antonio Mairena, la Fernanda y la Bernarda de Utrera.
Colita, rodeada de sus fotografías de flamenco en la exposición que le dedicó la Alhambra en 2017 / PATRONATO DE LA ALHAMBRA
Estas imágenes tuvieron su pólvora en el atrevimiento de una joven que torció la voluntad del padre, destinada como iba al despacho de una farmacia. “Pero sin querer, él me metió por la fotografía. Como era ingeniero industrial, en vez de muñecas, me regalaba aparatos: una máquina de escribir, un juego de compases, una cámara”, ha recordado. Luego, se empapó del asunto junto a Oriol Maspons, Julio Ubiña, Francesc Catalá-Roca y Xavier Miserachs. Junto a ellos, levantó una especie de memoria interior, dura y humanísima, contorneada con la sencilla autenticidad del testigo.
Y ahí, muy pronto, el flamenco. “Yo era una marginal que hacía fotos a los gitanos del Somorrostro. Estaban horrorizados en mi familia porque, a veces, llegaba con pulgas”. Pero de aquella zona de barracas de Barcelona nunca le interesó la miseria. “Allí tenían una precariedad impresionante, pero yo hacía fotos de la alegría”, apunta sobre su aterrizaje en aquel territorio a la intemperie. Allí la llevó el pintor Paco Rebés, quien le hizo uno de sus primeros encargos profesionales: la figuración de Los Tarantos, la película de Francisco Rovira-Beleta, con Carmen Amaya y Antonio Gades en el reparto.
De aquello acaba de cumplirse ahora algo más de medio siglo. Armada con una Pentax, “de tercera o cuarta mano” que había logrado cambiar por un montón de trastos viejos”, tomó imágenes de Carmen Amaya, la Capitana, en el rodaje del filme, en su casa de Begur y en la que sería su última actuación, el 24 de agosto de 1963 en un festival benéfico. “Estaba muy enferma y cansada, pero bailó unas alegrías y un trocito de bulerías. No pudo más”, recordaba la fotógrafa con motivo de la exposición Colita flamenco. El viaje sin fin, que le dedicó el Patronato de la Alhambra en 2017.
Luego está su vuelo con Antonio Gades, al que retrató en infinidad de ocasiones para revistas, libros e, incluso, llaveros para las turistas que pasaban por la Costa Brava. “Era simpatiquísimo, un encantador de serpientes. Se prestaba en cualquier momento a posar ante la cámara, siempre y cuando no estuviera trabajando”, le contaba Colita a Concha Gómez, la comisaria de aquella muestra granadina. En aquel encuentro también recordó el estrecho vínculo de Rafael Alberti con el bailaor y su huida a toda carrera de La Scala de Milán por un lío de faldas con la mujer de uno de los jefes.
Paco de Lucía, retratado por Colita en la Costa Brava en 1969. PATRONATO DE LA ALHAMBRA
El itinerario flamenco de Colita también tiene paradas en Madrid y en Andalucía. En la primera de las geografías se instaló por un breve periodo de tiempo en un estudio de la calle de la Bolsa. La segunda la recorrió para ilustrar el ensayo de Caballero Bonald Luces y sombras del flamenco (Lumen, 1975), que se convirtió al poco en un lugar de paso obligado para acercarse a lo jondo. A bordo de un seiscientos, visitó Lebrija, Utrera, Jerez y Triana en busca de las figuras, a las que retrató en sus espacios íntimos, justo en la senda de Steve Khan, quien hizo lo mismo años antes en el eje Sevilla-Morón.
“Hice un material que en aquellos años era muy exótico porque era muy diferente a la fotografía que se estaba haciendo de manera oficial en el flamenco. Se estaba dando una imagen de este arte como algo folclórico, latoso y casposo. Yo decidí ir a las raíces, a la esencia, buscaba lo que sé que es de verdad”, ha explicado Colita sobre un trabajo que dejó unas cuantas imágenes icónicas: Mairena, retratado bajo el rótulo de la calle Pureza en Triana; Santiago Donday, golpeando el hierro en su fragua de Cádiz, y la Fernanda y la Bernarda, de fiesta y palmas en un patio de Utrera.
En sucesivas ediciones del libro incorporó nuevas figuras, nombres emergentes, como José Mercé, Miguel Poveda y Mayte Martín, y otros artistas más alejados de la ortodoxia como Martirio, que “no es tradicional, pero me encanta”, o Lola Flores, a quien retrató en su casa. “Era una mujer muy hermosa, una especie de Anna Magnani, una gran maggiorata, como dirían los italianos, y así quise fotografiarla”, ha evocado Colita, quien empezó a dirigir su trabajo, ya en los ochenta, a una vertiente más política, más social. “El flamenco me aparca a mí o yo aparco el flamenco”, dirá.
Hasta llegar hasta aquí, Colita lo ha visto todo en el flamenco. Lo ha oído todo también. De ahí que sus fotos conserven la elegancia intuitiva de los artesanos, aquellos a los que les basta con la noticia que da la luz del sol para saber qué esconden las sombras. El triunfo de este mujer no es el tiempo exactamente, sino la certeza de saber retratar con audacia y tenacidad un mundo que requería la fotografía para ser recordado. A ella el arte jondo le debe una sofisticación y una verdad que se dice de otro modo. “Lo que hay detrás son muchos momentos de alegría, de amor y de amistad”, afirma al mirar atrás.