Mi difunto padre era implacable con esa gente cuya ambición y desaforada autoestima no se compadecían con su talento. Especialista en frases humillantes (su lema vital siempre fue el escasamente solidario concepto “El que venga atrás, que arree”), tenía una criminal para los que, como dicen los franceses, tienen la costumbre de peter plus haut que son cul. Como los idiomas no eran lo suyo, mi progenitor desconocía esa cruel descripción gala de los que se dan unos inmerecidos aires de grandeza, pero gustaba mucho de una que rezaba: “Hasta los gatos quieren zapatos”.
Aunque durante su vida no mantuvimos precisamente una relación ejemplar, últimamente me vienen con frecuencia a la cabeza frases de mi señor padre, y lo de que hasta los gatos quieren zapatos se me proyectó en la mente, cual neón de Jenny Holzer (a lo Protect me from what I want), al ver que Irene Montero publicaba un libro (teóricamente escrito por ella; luego resultó que lo había redactado una sierva como la que escribía los libros de Pedro Sánchez, que va acreditada en portada, aunque en letra pequeña).
Realmente, como dirían también los franceses, quel culot! (O sea, ¡qué desfachatez!). Desfachatez que se pone de manifiesto desde el título del volumen, Algo habremos hecho. Un título con el que se nos viene a decir que mejor haríamos tomándonos un poco más en serio a la señora Montero (Madrid, 1988), quien fuera ministra de Igualdad entre 2020 y 2023 y que ahora da la chapa en el parlamento europeo en nombre de su partido, Podemos (que parecía que estaba muerto por culpa de Sumar, pero luego resultó que Sumar no gozaba de muy buena salud y que con Podemos todavía se podía alargar el chollo unos meses o unos años).
¿Algo habrán hecho los de Podemos? Indudablemente. Pero yo diría que todo, o casi todo, mal. El partido lo fundaron tres oportunistas con ganas de pillar cacho a todos los niveles, tres penenes, tres tirillas llamados Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón. Surfeando la ola del 15 M y tratando de monetizar el descontento social de los españoles (especialmente, del sector juvenil) estos tres lumbreras se sacaron de la manga un partido que, en teoría, estaba llamado a terminar con el bipartidismo, igual que Ciudadanos, pero que en la práctica se quedó a medias y al borde de la desaparición por culpa de su falta de cuajo. En torno a los tres tirillas rondaban unas cuantas mujeres en busca de empoderamiento, también lanzadas a pillar cacho, entre las que destacó Irene Montero, cuya gran contribución al feminismo consistió en llegar a ministra porque la colocó su novio, que era el vicepresidente de la nación (cargo que acabó abandonando para fundar un bar progresista llamado Taberna Garibaldi, pues sostenía que la taberna es el último reducto del proletariado, aunque con cócteles a diez euros).
Irene Montero suele ofenderse cuando se le recuerda que pasó de cajera de un supermercado a ministra, aduciendo que quien la ataca por ahí es un clasista, un supremacista y, en una palabra, un farcihta. Su ley del Solo sí es sí fue un desastre que solo sirvió para dejar en la calle a violadores y demás gentuza, si bien ella insistía en que la ley era chachi, pero que los jueces, todos unos fachas, la aplicaban mal para jorobarle la existencia (a ella y a todos los pogresistas de España). Ahora la tenemos en Europa, proponiendo cosas tan necesarias como dedicar a la lucha contra la violencia de género una suma que supera la dedicada a defensa y otros asuntos de esos de fachas.
Irene Montero, efectivamente, algo habrá hecho para haber prosperado tanto sin saber hacer la O con un canuto. Pero creo que todos le agradeceríamos que siguiera a sus cosas y no añadiera al insulto la afrenta escribiendo un libro para pasárnoslo por las narices a los que acabamos llegando a la triste conclusión de que hasta los gatos quieren zapatos.