Conocí a Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) hace un montón de años, cuando yo ejercía de columnista en la edición catalana del diario El País y ella preparaba una revista cultural a medias con una socia sudamericana cuyo nombre he olvidado y de la que no he vuelto a saber nada. Ambas eran simpáticas y entusiastas, así que, si no recuerdo mal, acabé publicando algo en su revista, que duró poco. Tras perder de vista a la sudamericana, me fui cruzando con Cristina por todo tipo de actos sociales y culturales de la Ciudad Condal, y siempre fue un placer encontrármela. Y no solo para mí. Su simpatía, frescura y lozanía le ganó la amistad de notables senior citizens barceloneses, entre los que recuerdo a Pasqual Maragall y al difunto Juan Marsé. Quedamos alguna vez a almorzar y comentar la coyuntura hasta que, poco a poco, dejamos de vernos, como suele pasar tantas veces en la vida (o, por lo menos, como tantas veces me sucede a mí: me preguntan por qué dejé de ver a Fulano o a Mengana y nunca sé muy bien qué responder, quiero creer que le pasa a más gente).
Supongo que la fui siguiendo a distancia y viendo cómo tomaba un camino muy distinto al que parecía haber emprendido cuando nos conocimos en los años 90. Se apuntó al feminismo radical, publicó algunas novelas, tuvo hijos, sufrió un desahucio demoledor, tuvo sus problemillas con el alcohol y otras sustancias (el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra, así que no esperen de mí ninguna pedrada), flirteó con la (mal) llamada Nueva Izquierda (o Izquierda Imbécil, según mi discutible descripción), se dejó ver con gente de Podemos o de Sumar, perseveró en el feminismo radical (llegando a casarse con una mujer tras tres matrimonios con sendos representantes del género masculino) y se hizo con miles de seguidores en su cuenta de Instagram, que últimamente dedica a la publicación de denuncias feministas anónimas como la que se ha llevado por delante recientemente al político madrileño Íñigo Errejón.
Si Cristina aspiraba a ser famosa (y yo diría que sí), creo que por fin lo ha logrado, aunque la manera de conseguirlo sea, cuanto menos, discutible. Ella defiende su serie de denuncias anónimas como una manera segura de que ciertos sujetos rijosos paguen por los abusos infligidos a mujeres carentes de su poder social. Pero muchos piensan que el anonimato invalida las acusaciones y que lo que hay que hacer en estos casos es denunciar en comisaría al sobón de turno. Internet ha santificado el anonimato y cualquiera puede acusar a cualquiera de cualquier cosa. Atrás quedan los tiempos en que para decir algo había que enviar una carta al director (de un diario de papel), aportando nombre, dirección y DNI.
Que Íñigo Errejón parece un tipo poco recomendable nos ha quedado bastante claro a todos. Pero no sé yo si una denuncia anónima y otra de una actriz que, ¿incomprensiblemente?, no se lo quitó de encima a la primera salida de pata de banco (por no hablar de la acusación de la inefable Aída Nízar) son suficientes para arruinarle la vida a alguien sin ulteriores investigaciones. A Cristina, el método Fallarás de Denuncia Anónima le parece impecable. A mí no tanto, la verdad. Pero si se trataba de alcanzar cierta fama y de incrementar las ventas del libro que saldrá en breve con una antología de denuncias anónimas a machirulos varios, puede que la jugada no esté nada mal diseñada.
Y supongo que ya es tarde para que Cristina vuelva a ser aquella muchacha entusiasta e interesada por la cultura que conocí hace más de treinta años.