La nueva película (y probablemente también la última, dada la avanzada edad de su director) de Francis Ford Coppola (Detroit, Michigan, 1939), Megalópolis, no le ha gustado a casi nadie, si debo hacer caso a las reseñas al respecto que he leído y las opiniones recabadas entre amigos y conocidos. Cuando la estrenaron hace unas semanas, cada mañana me levantaba pensando que ya tardaba en ir a verla, pero luego iban pasando los días y así he llegado hasta el momento de redactar estas líneas, en el que sigo sin ver Megalópolis y pienso que ya me la tragaré cuando llegue a alguna plataforma de 'streaming' (y no sé si ipso facto -o sea, apoquinando el suplemento habitual a los monises de la suscripción- o esperando a que no haya que aforar nada).
Puede que mi desidia se deba a la edad, a que a mis 68 años y tras sobrevivir a un infarto y a un ictus, mis dosis de fe y entusiasmo en el consumo de productos culturales han sufrido una merma más que notable. O a que tanta unanimidad a la hora de decir que Megalópolis es lo que Chiquito de la Calzada definiría como un fistro diodenal me haya convencido de que me la puedo ahorrar (de momento: sé que la acabaré viendo porque hoy día es prácticamente imposible esquivar cualquier película, o hay que esforzarse mucho para conseguirlo: yo lo logré con Titanic, de James Cameron, o El gran Gatsby, de Baz Luhrman…¡pero no fue fácil!). O a que intuyo que el señor Coppola ya ha rodado sus grandes películas y las he visto todas (algunas, más de una vez, o de dos).
Este fenómeno, sin duda relacionado con la edad, tiene lugar también en otros campos creativos. Te tiras años comprando discos o libros de gente que cada día te interesa menos hasta que un buen día te sublevas (¿contra ti mismo?) y dejas pasar la nueva novela de Patrick Modiano o el nuevo álbum de Bryan Ferry, reconociendo que las últimas obras que adquiriste de tus antiguos ídolos las pillaste más por militancia que por cualquier otra cosa. Seguir consumiendo a creadores que te hicieron feliz tiempo atrás, pero ya no tanto, es una manera de agarrarte a tu juventud. Y abandonarlos es, en cierta medida, algo muy parecido al final de una historia de amor de esas que se han dado con mujeres, amigos o ciudades que te alegraron la vida, pero no has vuelto a ver.
Eso sí: mi desinterés por ver Megalópolis es perfectamente compatible con la admiración que me despierta el señor Coppola, capaz de invertir 120 millones de dólares de su propio pecunio para hacer realidad el que será, probablemente, su último sueño hecho realidad. A sus 85 años, Coppola tiene más ilusión en (lo que le queda de) la vida de la que tengo yo a los 68. Y es que yo soy incapaz de invertir un euro en mí mismo. Si escribo un libro que no encuentra editor, no lo convertiré en un vanity project de esos que te publica alguien que sabe imprimir unas páginas y ponerle unas tapas a cambio de un módico precio. Probablemente, porque creo en mí mucho menos de lo que Coppola cree en sí mismo. Y es esa fe en su propio talento lo que me lleva a admirarle profundamente, aunque me dé pereza ir a ver esa película que, probablemente, le ha salido fatal, pero que, si no rodaba, reventaba.
No necesito ver Megalópolis para protagonizar un nuevo acto de admiración hacia el autor de El padrino y Apocalypse now. Me basta con ver a un anciano de 85 años invirtiendo todos sus ahorros en su último largometraje, como si fuera el primero y aún quedarán un montón por delante, para rendirle pleitesía y reconocer que tiene más talento y más moral que yo. ¡Dios lo bendiga!