Juan José Omella
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El Arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, apuntó ayer a uno de los principales problemas que existe actualmente en España, el acceso a la vivienda. Lo hizo en su carta dominical a los fieles y de una forma sui generis. Sobre el papel, el cardenal alertó de que tener un hogar digno no está garantizado en el país, pese a ser un derecho citado en la Constitución. Además, lamentó los elevados precios de los alquileres y los pisos de propiedad, y exigió un esfuerzo concertado a las administraciones.
Aun cuando el diagnóstico del jerarca eclesiástico es acertado, y camina en la senda de abonar el debate necesario para encauzar este problema, el análisis presenta un problema. Y es que el propio Arzobispado de Barcelona no ha predicado siempre con la ejemplaridad que pidió ayer su líder y busca el máximo lucro individual en la gestión de su porfolio inmobiliario.
Es perfectamente lícito que pretenda maximizar el rendimiento de las propiedades que gestiona, pero que va en contra del predicamento público de Omella. Además, tal y como han apuntado los feligreses críticos en esta gestión, la propia máxima que impera en el inmobiliario eclesiástico estaría al límite de la caridad cristiana. Ocurrió, por ejemplo, con algunos arrendamientos inmobiliarios en pandemia, frente a los que al Arzobispado se mostró inflexible y exigió su pago íntegro pese a la caída económica.
Por todo ello, si el cardenal realmente quiere que lleguen a buen puerto las peticiones que exige para aliviar los problemas de un ciudadano medio para acceder a una vivienda, debería pensar en dar una vuelta a la gestión inmobiliaria del arzobispado. Cuenta con propiedades de todo tipo de perfil, desde bloques de oficinas en el centro de la capital catalana hasta palacetes en la zona alta, la más premium.
Si la archidiócesis no practica con el ejemplo, se entra en el terreno de la contradicción.