Brad Pitt
¿Demasiado guapo para tener talento?
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Brad Pitt (Shawnee, Oklahoma, 1963) nació el mismo día que Keith Richards, pero en otro año y otro país. O sea, que le acaban de caer 60 castañas y nadie lo diría, viendo su inmejorable aspecto (y no es que haya llevado una vida monacal, pues es sobradamente conocida su tendencia a darle al tequila y a los canutos). Han pasado un montón de años desde que lo vimos haciendo un papelito en Thelma y Louise, unos años que el hombre ha dedicado a intentar demostrar que se puede ser guapo y, al mismo tiempo, un buen actor que merece ser tomado en serio, algo que le costó cierto tiempo conseguir: tener tanta pinta de modelo de calzoncillos Calvin Klein puede ser una bendición y una maldición a la vez. O el equivalente masculino del injusto síndrome de la rubia tonta, que tantas han padecido y siguen padeciendo en Hollywood. Reconozcámoslo: al principio de su carrera, todos considerábamos al pobre Brad un cachas al que se le había metido en la cabeza ser actor, cuando lo suyo era anunciar ropa interior. Tuvieron que pasar el tiempo y las películas para que nos diéramos cuenta de que el guaperas de marras se esforzaba en lo suyo y pretendía demostrarnos que había venido para quedarse.
El errático David Fincher le dio dos de sus mejores oportunidades para alcanzar sus objetivos con las películas Seven (1995) y El club de la lucha (1997), que fueron pavimentando el camino que lo llevaría hasta el Oscar en 2020 con Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino. Durante los últimos treinta y tantos años, Pitt ha ido alternando las buenas películas con cosas más discutibles, pero de probada eficacia comercial. Incomprensiblemente, no se ha aprovechado su vis cómica, que solo los hermanos Coen intuyeron al darle el papel de delincuente majadero a las órdenes de John Malkovich en Quemar después de leer (2008), donde estaba tronchante. La industria aún está a tiempo de descubrir a un estupendo actor cómico, pero sigue insistiendo en darle exclusivamente papeles de galán (con la excepción de Tarantino, que le hizo ganar el Oscar interpretando a un muy creíble ser humano).
Pese a sus esfuerzos, mucha gente sigue considerando a Brad Pitt un guaperas con una interesante vida privada (sus relaciones con Jennifer Anniston o Angelina Jolie) al que no hay que tomar excesivamente en serio (mientras todos alaban a Leonardo di Caprio y encuentran normal que cambie de novia en cuanto la titular cumple los 25). Me temo que la señora Jolie ha contribuido a esa imagen de inmaduro, beodo y porrero sometido a imprevisibles ataques de ira (como el célebre “incidente del avión” en el que el actor se habría convertido, aparentemente, en Belcebú, aunque nadie sepa exactamente qué pasó a bordo de ese aeroplano).
Como espectador, a mí me da lo mismo que el señor Pitt abuse del tequila y de la marihuana y tampoco me parece que su exmujer, con sus tendencias maternas a lo Mia Farrow y sus pretensiones humanistas, constituya una fuente de información totalmente fiable. Lo que me parece más destacable de la carrera de nuestro hombre es su constancia y su talento para pasar de modelo para calzoncillos a una de las presencias más fiables del actual cine norteamericano.