Alexia Putellas
A la niña le ha dado por el fútbol
Tal y como está organizada la sociedad occidental, los hombres a los que no nos gusta el fútbol –ni como deporte ni como espectáculo- constituimos una minoría equiparable a otras que han sido tratadas a patadas en el curso del tiempo, pero seguimos sin ser considerados como tal. De hecho, por el mero accidente de pertenecer al género masculino, todo el mundo da por supuesto que nos fascina el balompié, desde nuestros familiares a los compañeros de trabajo pasando por el taxista que nos pregunta por un partido inminente de cuya celebración ni nos hemos enterado.
Ante semejante acoso, lo que empezó siendo una actividad que nos la traía al pairo se ha ido convirtiendo en una especie de amenaza, ominosa y constante, que se cierne permanentemente sobre nosotros y que nunca sabemos en qué momento se va a materializar. Así pues, desde nuestro (sufrido) punto de vista, la popularización del fútbol femenino ha sido como si nos echaran sal en la herida: de repente, en los noticiarios televisivos, además de aguantar las hazañas pinreleras de nuestros congéneres, tenemos que soportar también las de las mujeres, lo cual resulta especialmente grave cuando el Barça masculino no da pie con bola (nunca mejor dicho) y hay que compensar el desastre con lo bien que le van las cosas al Barça femenino gracias a jugadoras como Alexia Putellas (Mollet del Vallès, 1994), a la que se le acaba de conceder, por cierto, el Balón de Oro a la mejor futbolista del mundo.
Durante un tiempo, consideré que la afición femenina al fútbol era una nueva cruz que añadir a la que ya cargábamos los alérgicos al fenómeno socio-deportivo en cuestión. Para mí, ser mujer implicaba el derecho a pasar del fútbol como de la mierda e interesarse por cosas más estimulantes. Despreciar ese chollo para compartir la pasión de mis congéneres se me antojaba un desperdicio de energía y posibilidades francamente lamentable.
Pero cuando le cayó el Balón de Oro a la señorita Putellas empecé a ver las cosas de otra manera: a fin de cuentas, las mujeres a las que les gusta el fútbol también constituyen una minoría equiparable a la de los hombres que lo detestamos. Y me dio por imaginarle a la pobre Alexia una infancia infernal en la que sus padres y amigas intentaban alejarla –sin éxito, como se ha podido comprobar- de una pasión impropia de su sexo (me dedico a fabular: puede que sus padres fuesen los primeros en animarla, pero así queda todo más melodramático, ¿no les parece?). Pensaba en quienes la rodeaban diciendo cosas como: “¡Vaya por Dios! ¡A la niña le ha dado por el fútbol! ¿Por qué no se dedica a peinar a sus muñecas y a jugar a cocinitas? ¿Nos habrá salido rarita?”. Y de esta manera, mi simpatía hacia ella iba creciendo de manera exponencial.
Vamos a ver, igual gozó de todas las ventajas habidas y por haber para dedicarse a lo suyo, pero prefiero verla como alguien que se impuso a todo tipo de dificultades para poder hacer lo que le gustaba, como gloriosa representante de una minoría mal vista y sospechosa de todo tipo de actitudes contra natura, como una forajida social, como alguien que se enfrenta a una sociedad simplona y hostil, se sale con la suya y acaba siendo reconocida como la mejor en lo suyo. No sé muy bien cómo, he llegado a la conclusión de que la mujer que ama el fútbol y el hombre que lo odia forman parte de colectivos hermanados en su firme decisión de no dejarse mangonear por las circunstancias. Es más, hasta creo que podríamos compartir manifestación sin ningún problema de convivencia.