Pere Aragonès
Los bajitos sobreactúan
El gran Randy Newman tiene una canción estupenda sobre la gente de escasa estatura que se titula, lógicamente, Short people, en la que se enumeran de manera muy aguda y graciosa las principales muestras de la idiosincrasia de aquellos seres humanos a los que la naturaleza ha otorgado una estatura más bien reducida. Personalmente, no tengo nada en contra de los bajitos. Es más, algunos de mis mejores amigos lo son (sí, lo sé, parezco uno de esos hipócritas, que, para hacerse los progres, dicen que tienen un montón de amigos homosexuales, pero a la que rascas un poco descubres que no tienen ni uno): pienso en el mallorquín Pere Joan, una de las mejores personas que conozco y de las que más me han hecho reír en la vida: aún recuerdo aquel verano en Palma en el que le dio por plantarse, levemente cocido, ante las extranjeras más atractivas con las que se cruzaba para espetarles I´m your man ( era el año en que Leonard Cohen publicó el disco con ese título). Pero el bueno de Pere es dibujante de comics, y donde los bajitos son especialmente peligrosos es en el sucio mundo de la política: Franco era bajito, Aznar era bajito, Sarkozy era bajito (¡y de los que se ponen alzas en los zapatos, que son los peores!). Pujol era bajito. Y Aragonés es bajito.
Los políticos bajitos tienden a sobreactuar para compensar con la actitud y la palabra la tacañería de la naturaleza al fabricarlos. En el caso del actual presidente, lleva unos días que no para de dar la nota para aparentar una estatura de la que carece. La víctima propiciatoria es el presidente del gobierno central, Pedro Sánchez (que se merece cualquier cosa, lo reconozco), al que se dedica ignorar y a dejar plantado en una supuesta muestra de independentismo rampante que, en realidad, no es más que una falta de educación claramente enmarcable en su peculiar relación con la realidad. Mañana, el resiliente Pedro va a soltar uno de sus rollos en pro de la concordia general y el sillón particular en el Liceo, pero Aragonès no piensa estar entre el público porque tiene que ir a solidarizarse con amiguetes represaliados con el estado opresor o algo por el estilo. El otro día, para basurearlo, se fue a Waterloo a perder el tiempo con el hombre del maletero. Al final, siempre acaba teniéndose que tragar algún encuentro con Sánchez (o con el rey), pero siempre se las apaña para salir en las fotos con cara de dolor de muelas y una expresión de suma contrariedad. Se trata, supongo, de impedir que los suyos se den cuenta de que ERC se ha bajado del burro indepe hace rato, no vaya a perder votos y apoyo popular entre lo más cerril del, digamos, movimiento nacional. En el fondo, no engaña a nadie y sus desplantes devienen meras jaimitadas que no van a ninguna parte, pero el hombre se ve obligado a adoptar esa actitud para que los suyos crean que lo de la amnistía y el referéndum tiene visos de verosimilitud. Y para echarle una manita, siempre están los del PSC hablando de concordia y magnanimidad y prometiendo vagamente alguna clase de consulta popular para mejorar el autogobierno y cosas de esas que al indepe de pro se la pelan, pero que a los Aragoneses y Rufianes de este mundo les suenan a gloria bendita, aunque hagan como que todo les parece insuficiente y que la independencia, sino a la vuelta de la esquina, está más cerca de lo que creen en la capital del Gran Satán, Madrid (o, mejor dicho, Madrit).
Sometido el Astut a un embargo permanente y exiliado el promotor de la ratafía en la capital de la Cataluña catalana, ahora le toca a Pere Aragonès (Pineda de Mar, 1982) ser la caña de España en dura competencia con Isabel Díaz Ayuso. Pero Aragonès forma parte de una de esas familias catalanas que siempre han sabido estar al sol que más calienta: su abuelo fue alcalde franquista, que era lo que se llevaba en su época, y él es independentista por los mismos motivos, aunque también de boquilla. Aragonès no es ni un arribista gafe como Mas ni un fanático cerril como Torra ni un pagés enlluernat como Puigdemont. Solo es un señor bajito que lleva en la política desde la infancia y que sabe modular su discurso para mantenerse siempre en el candelabro, como diría la inolvidable Sofía Mazagatos. No conviene, pues, tomarse excesivamente en serio sus desplantes al estado opresor porque, en el fondo, no se los cree ni él. Sabe, como todos en su partido, que hay autonomía para rato y que hay que medrar en ella como lo hizo su abuelo durante el franquismo. Disimulando, eso sí, y aparentando ser más procesista que nadie. Y si para parecer que mide más de un metro sesenta y cuatro se ha de subir encima de un cadáver político como el irreductible Puchi, pues lo hace y ya está. Aunque todos intuyamos que, en el fondo, hubiese preferido aprovechar la visita a Waterloo para clavarle al falso exiliado el paraguas búlgaro.