Rudy Giuliani
Con lo que tú has sido…
Como era de prever, el homenaje al pobre Von Aschenbach (Dirk Bogarde en La muerte en Venecia, de Luchino Visconti) que se ha marcado involuntariamente Rudy Giuliani no le ha pasado inadvertido a nadie. Verle defender lo indefendible mientras le caían por las mejillas sendos churretes de tinte negruzco a causa del sudor se ha convertido en la prueba irrefutable de que su brillante carrera como fiscal y como alcalde está teniendo un epílogo lamentable como abogado de Donald Trump (al que le saca, por cierto, la bonita suma de 20.000 dólares diarios, con los que podría comprarse un tinte más fiable y resistente a la sudoración).
Para los más jóvenes, Rudolph Giuliani (Nueva York, 1944) solo es el leguleyo marrullero que intenta, a cualquier precio, alargar cuatro años más la estancia de su jefe en la Casa Blanca. Pero los que ya tenemos una edad conocimos a otro Rudy: el que asestó golpes mortales a la mafia desde su puesto de fiscal del distrito sur de Manhattan; o el que limpió la ciudad de chusma en los años noventa, revertiendo el proceso de degradación iniciado en los setenta y que ha quedado registrado para la Historia en películas como Taxi driver o Midnight cowboy (también es verdad que con Giuliani empezó la conversión de Nueva York en la ciudad exclusivamente para millonarios que es en la actualidad y que sus métodos eran a menudo discutibles, pero ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romperle los huevos a alguien); o el iluminado proactivo que se puso al frente de la ciudad tras los atentados del 11 S que derribaron las Torres Gemelas.
Más le habría valido jubilarse tras su última etapa en la alcaldía de Nueva York. De ese modo, habría pasado a la Historia como un fiscal justiciero y un político eficaz (aunque un pelín expeditivo). Ponerse a las órdenes de un sujeto como Donald Trump, por mucha pasta que le saque, es lo que los americanos definen como un all time low. Y después de salir en la secuela de Borat tumbado en una cama y con la mano en la entrepierna, junto a una señorita que no se sabe muy bien que pinta ahí (aunque se intuye, por mucho que Rudy lo niegue), lo de los churretes de tinte mejilla abajo es como el último clavo en su ataúd.