Lluís Puig Gordi, el exconsejero de Cultura catalán huido en una imagen de archivo / EFE

Lluís Puig Gordi, el exconsejero de Cultura catalán huido en una imagen de archivo / EFE

Examen a los protagonistas

Lluís Puig i Gordi

9 agosto, 2020 00:00

A la fama por la fuga

La justicia belga ha denegado la extradición a España del exconsejero de cultura de la Generalitat Lluís Puig i Gordi (Terrasa, 1959), un nuevo feo de la Bélgica flamenca a nuestro país que no ha causado especial indignación porque todos consideramos a Puig un inútil, un cero a la izquierda, un conspirador lamentable y un supuesto político que no le importaría a nadie si no se hubiese fugado a Waterloo con el inefable Carles Puigdemont. Para entendernos, Puig es un ente que solo se contempla en su condición de exiliado político (según él) o de huido de la justicia (según una parte muy significativa de sus conciudadanos o, si él lo prefiere, compatriotas). Puig i Gordi es la grisalla política personalizada, uno de los ejemplos más claros de que para conseguir un cargo en la Gene solo es imprescindible la adhesión inquebrantable al régimen. A Puig le cayó la cartera de cultura como habría podido caerle la de agricultura. Su relación con la cultura siempre se ha escrito en minúsculas: música y danzas populares, un comprobado amor a la tenora y la gralla (dos instrumentos dotados del sonido más desagradable del mundo), catalanidad por encima de cualquier valor artístico… De hecho, nadie sabía a qué se dedicaba antes de que le cayera el chollo de la Consejería de cultura.

Luego descubrimos aspectos tan relevantes de su existencia como que a los catorce años se unió a los boy scouts y se introdujo en ambientes sardanistas. O que, tras cumplir el servicio militar a las órdenes de la potencia ocupante, dedicó una época a conducir un autobús por Barcelona, dato más importante de lo que parece, pues a veces el autobús es el punto de partida para un cargo en la TMB (caso de aquella lumbrera de la CUP que fue Josep Garganté) o la presidencia de Venezuela, como puede atestiguar Nicolás Maduro). Posteriormente, dirigió el Mercado de Música Viva de Vic y la Feria Mediterránea de Manresa. Y con esos mimbres le bastó para llegar a consejero de cultura gracias a otro sin sustancia de su cuerda, el rústico Puchi.

El cargo le duró poco porque a su jefe le dio por montar el cochambroso golpe de estado que todos recordamos, pero en el tiempo que estuvo al frente de la cultura catalana hizo todo lo posible para pasar desapercibido y, sobre todo, no emprender ninguna iniciativa positiva para el avance de la ilustración en el terruño. Cuando el que lo había ungido con el cargo se dio el piro, Puig siguió su ejemplo --no se le coló en el maletero de milagro-- y ya va para tres años que lleva tocándose las narices en Bélgica mientras piensa que lo suyo es como lo de cuando el general De Gaulle estaba exiliado en Inglaterra durante la segunda guerra mundial.

Fiel a sí mismo, Puig i Gordi conserva en el extranjero la misma discreción de la que hacía gala en Cataluña. De vez en cuando suelta alguna invectiva contra España, pero en general se mantiene callado, dejando la beligerancia para su líder y los exabruptos para los feroces Comín y Ponsatí, siempre llamando a la revolución sangrienta desde sus cómodos alojamientos en Bélgica y Escocia respectivamente.

El hecho de que los flamencos no nos devuelvan a Puig y nos dé bastante lo mismo es un claro exponente de la importancia que concedemos a este sujeto. De hecho, solo nos acordamos de él por cosas como una extradición fallida o la posible fabricación de un nuevo modelo de gralla. El pobre se ha tenido que exiliar para que reparemos en su existencia.