Fue imposible para cualquier culé no conmoverse con el último baile de Messi, sobre todo porque tuvo más de tango arrabalero que de complaciente vals. Es lógico que cualquier final de un torneo como la Copa del Mundo tenga un par de momentos de la verdad, pero si el Argentina-Francia no nos dejó al menos 257, desde luego lo pareció. Será porque quizá a esas pulsaciones latía el corazón del barcelonismo en el ojo de un huracán que por momentos acercaba la justicia al fútbol para partirse de risa en su jeta solamente un minuto después. A la postre, el balón regaló paz a los avasallados. Pero también lo pringó todo de una nostalgia tan peligrosa como cualquier otra.

La marcha de Messi del club que lo vio crecer, alcanzar la madurez como futbolista y dominar el juego como jamás se había visto antes tuvo mucho de descarnado, y por eso fue inevitable que en los vapores de su última hazaña se coqueteara con la idea de honrarle con un regreso. Contando, claro está, con que el deseado lo deseara al menos la mitad que el resto de nosotros. Hasta tal punto se ablandaron los corazones que Laporta hubo de pronunciarse sobre el asunto con esos estudiados titubeos de quien preferiría dejar el pasado en el pasado. Pero eso a Jan, de momento, le está vedado por una sencilla razón: porque el Barça no gana. Va líder en la Liga, y eso tiene mucho mérito viniendo de donde viene. Pero no es óbice para reconocer que ante la perspectiva de un partido como el que coronó a Leo para los restos, la sensación general sería que al equipo de Xavi lo iban a barrer del mapa.

El propio técnico culé lo ha dicho muchas veces en rueda de prensa, pero atrona mucho más ver cómo se lo transmite al vestuario en ese documental recién estrenado que es para cualquier culé un camino directo hacia una receta crónica de Prozac: "Aquí hay que ganar, tíos". Por eso, más que por ninguna otra razón, queda la sensación de que el final de la era de Messi como alfa y omega azulgrana sigue siendo una herida fresca. Porque el Barça no solo ha dejado de pelear títulos de forma habitual, es que lleva dos años seguidos jugando la Europa League. Ronald Koeman tuvo una segunda oportunidad para su artera tozudez porque levantó una Copa del Rey, pero al final pesó más la testaruda realidad de que, aparte de al Athletic o el Sevilla, su equipo no le ganaba a nadie.

Cuando Xavi regó el Bernabéu de un pavor atávico a la resurrección del Barça en su primera visita, la silueta de Leo desapareció momentáneamente de la visión periférica culé. Al fin y al cabo, se le hacía sufriendo en París, atribulado por el síndrome del impostor y abochornado por el Madrid en Champions. Se podía albergar la esperanza de que no iba a dejar una resaca tan lacerante como cuando en el Camp Nou se decidió prescindir de Luis Suárez, este fichó por el Atlético, acabó pichichi y ganó la Liga. Pero fue por poco tiempo. El último tramo de la 2021-22 fue tan convulso como yermo, y solo una decidida hipoteca de activos del club permitió que aterrizaran algunos fichajes ilusionantes en verano, incluido un delantero portentoso como Lewandowski. Pero no ha tardado este club atribulado en volver a sus tribulaciones, razón por la cual cae de nuevo víctima del mismo juego de espejos: la vuelta de Messi parece la redención cuando la verdadera cauterización de su lastimosa marcha no sería traerlo de vuelta, sino que un Barça triomfant lo enterrara (con todos los honores) en el pasado de una vez por todas.

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