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Cuentan que el Santiago Bernabéu, coloso madrileño devenido en mamotreto emparrillado merced a una reforma tan cara como huraña en lo estético, lleva parte de este siglo funcionando con una licencia de dudosa validez. Sin embargo, la acreditación que no ha perdido apenas vigencia, ni siquiera en la última y atribulada década para el Fútbol Club Barcelona, es la que permite a los azulgranas avasallar al Real Madrid ante sus aficionados en ese mismo estadio con mano de hierro e inusitada frecuencia. 

Otra vez compareció el Barça en un Clásico y de nuevo olvidaron los blancos que su embrujo se vuelve homeopático cuando se enfrentan a un grupo de futbolistas que provienen de una cultura construida por entrenadores y no por propagandistas. Generación tras generación, La Masia prové al Barça de jugadores que crecen y maduran, algunos de forma precoz como Cubarsí o Lamine, observando cómo los partidos contra el Madrid son un refrendo habitual de que su estilo de fútbol es hegemónico incluso ante un rival inasequible para muchos. Es la prueba irrefutable de que su trabajo diario conduce a un destino triomfant. Quizá por eso los jóvenes que derriban en estos tiempos la puerta del primer equipo no solo son buenísimos sino extraordinariamente culés. Más que fans, auténticos fanáticos de una religión que no se cimenta en milagros sino en obras.

Pese a ver las barbas del Bayern cortar solo cuatro noches antes, el Madrid volvió a presentarse a un Clásico como un equipo deslavazado, capaz de activarse a gran velocidad pero huérfano de peloteros expertos. Los disfrutó durante años, pero ahora ha decidido reemplazarlos por centrocampistas vigorosos y delanteros displicentes. Por supuesto, los ilustres ignorantes de siempre habían pontificado en las tertulias previas al partido sobre cómo la aceleración de Mbappé y Vinícius sería la tumba de la defensa adelantada que con tan buen pulso enarbola el astuto Barça de Hansi Flick. Pero, ay, lo más importante en el fútbol, que para eso es un deporte de equipo, no son las carreras sino los pases. Noventa y nueve de cada cien veces, caer en fuera de juego no es demérito del jugador que corre, sino del que no supo leer bien el momento de enviar el balón al espacio. Como sí hizo Casadó en el primer gol de Lewandowski, por ejemplo.

Así las cosas, y sin menoscabo a la historia de un Madrid acostumbrado a triunfar sobre todos en Europa por lo civil o por lo otro, el Barça está totalmente legitimado desde hace tiempo para responder a los pavoneos merengues preguntando cuántas de esas Copas regordetas que engalanan su museo llegaron allí después de que los blancos se cruzaran en el camino con Papá. Ya se lo digo yo, astuto lector: muy pocas. No es asunto baladí, puesto que ser regularmente vapuleado por el rival doméstico resta oropel de triunfador a un club que aspira a ser referencia global pero demasiado a menudo queda en paños menores ante millones de espectadores aquí y en la China popular. En cualquier caso, yo recomiendo a los madridistas que no se dejen llevar por el desánimo: siempre se pueden ir a jugar a la Liga francesa. Seguro que a su nuevo delantero estrella no le parecería mala idea.

P.D.: Nos vemos en Twitter: @juanblaugrana

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