Que Xavi Hernández solo había entrenado al Al Sadd de Qatar antes de asumir el banquillo del Barcelona era cierto pero no toda la verdad, claro. Antes de que eso sucediera, el egarense fue uno de los mejores centrocampistas de la historia del fútbol, que se dice pronto, y no en cualquier equipo, sino en uno de los que más brillo ha regalado a un deporte a veces saturado por la calima y el barro. Xavi bailó con la azulgrana durante años, y al ritmo de su cadera, sus tendones y, sobre todo, su cabeza, el Barça alcanzó la cúspide de una forma de jugar que no solo fue luminosa sino también hegemónica. Las caderas y los tendones no tiene más remedio que quedárselos hasta que sean crujido y más tarde polvo, pero de lo que hay en su cabeza ha sabido dibujar un mapa que honra su pasado y pone los cimientos del futuro. Esa era justo la duda que asaltaba al club azulgrana: si Xavi sería capaz de enseñar además de ejercer. Si hay que juzgarlo por el rendimiento de su alumnado, estamos ante un profesor solamente un poco inferior a Aristóteles.
Fue Pep Guardiola quien dijo que lo difícil para el Camp Nou iba a ser apostar por el modelo en las duras además de en las maduras. Y tenía razón, aunque en ningún kilómetro concreto de la carretera sobre cuyo asfalto el Barça se extravió se puede localizar ese cruce de caminos en que un único culpable reconocido vendió el alma culé al diablo. Ese instante en que un renegado envidioso comete la traición funciona muy bien como recurso dramático, pero a menudo la realidad es mucho más confusa. El diablo no toca la guitarra: está en los detalles. Unas cuantas concesiones al juego directo, un puñado de delanteros que tapan carencias, un bloque tan legendario que resulta difícil de reemplazar pese a su natural envejecimiento, un equilibrio desmantelado para traer de fuera lo que aparentemente no se producía en casa... El fútbol de élite a menudo prefiere estos pequeños autoengaños a la puntiaguda realidad, mucho más difícil de abrazar si por el camino no se ve rédito inmediato. Pero para rédito, lo del Barça y Xavi en el Bernabéu.
No solo por la última goleada que los contempla, una más para ese DVD recopilatorio que ya dura horas y horas. Sino por la tranquilidad que da al barcelonismo la prueba irrefutable de que puede volver a reconocerse en el reflejo de una sabiduría perenne, parecida a lo que en la filosofía oriental se llamó el camino del Tao. No una iluminación repentina y fulgurante, sino un conocimiento profundo, arraigado en unos principios inamovibles que conforman el orden natural de la existencia. Xavi contaba de cuando le entrenaba Pep que a veces el sublime míster de Santpedor ponía a prueba su fe en el modelo. "Me decía unos días antes de jugar contra el Bayern: 'Mira, vamos a jugar así y les vamos a meter cuatro'. Y lo pensaba: 'Ostras, pero cómo le vamos a meter cuatro, si son el Bayern'. Y llegaba el partido y les metíamos cuatro". De ese verbo hecho carne que le mostraron Van Gaal, el propio Guardiola o Luis Aragonés destiló el nuevo entrenador azulgrana su facilidad para predicar incluso en el desierto más adusto.
El evangelio, en realidad, nunca lo habíamos olvidado. Una interpretación marcadamente ofensiva del juego de posición, que combina la disciplina para reconocer una oportunidad de superar al rival con la confianza en el compañero. Dos centrales que son los primeros centrocampistas. Un rondo eterno como metrónomo del partido. Un vaivén que de pronto se convierte en relámpago con el balón profundo, la circulación precisa, la diagonal que acelera todo. Dos interiores que establecen el canon de juego, como el monumental Pedri o el arrojado De Jong, y unos pocos versos sueltos que aportan llegada, nervio y redoble. El resultado, apabullar al rival. Como hizo tantas veces con las botas puestas y como vuelve a hacer ahora. Niños, recoged los juguetes y a la cama: papá ha vuelto.
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