Por marcar el primer gol en el Clásico de pretemporada, porque después de eso volvió a deleitar a la culerada con su extenso repertorio de naderías y porque su marcha al PSG está cocinándose, el 7 del Barça ha hecho más ruido que nunca al comienzo de su séptima temporada como azulgrana. No es lo habitual. Silencioso pero persistente cual infección de hongos crónica, Ousmane Dembelé vuela casi siempre bajo el radar. Haciendo de las inseguridades de una plantilla trasquilada su caldo de cultivo y de la intermitencia, su mejor camuflaje.
Las grandes cualidades del francés son sobre todo dos: limpiar rivales a velocidad de vértigo y que te olvides pronto de que el 99% de las veces eso no sirve para nada. Además, si acumula un número suficiente de partidos seguidos como para hacer una valoración de su rendimiento sostenida en el tiempo... se lesiona puntualmente, dejando cualquier análisis inconcluso. De ese modo, su fútbol permanece en un estado etéreo. Sus méritos son tan intangibles como sus deméritos y su evidente ineficacia, que en el deporte suele ser el indicador clave de rendimiento, rara vez lo penaliza.
Los entrenadores azulgranas, el último de ellos Xavi Hernández, han visto en sus ojos inexpresivos, sus canillas relampagueantes y el esforzado gesto de los laterales rivales la solución fácil a unas inseguridades ofensivas bastante preocupantes. Una parte de la afición, fanática del Mosquito, es inasequible al desaliento. Ni siquiera el listado de debacles deportivas del Barça acaecidas con él presente (o ausente pero cobrando una morterada, que es mucho peor) los desanima en su sectarismo. Y el resto nos hemos resignado, año tras año, a ser testigos de sus centros a la nada, su deficiente toma de decisiones, el intento de caño con pérdida que en cada partido, sin faltar uno, acomete en zona defensiva... Y lo peor de todo: a que cualquier intento de desalojarlo del club termine en agua de borrajas.
Ya sabe usted, Dembelé nunca se podía ir. Porque costó mucho, porque era muy joven, porque le costaba adaptarse, porque renovarlo era mejor que dejarlo marchar libre, porque el Barça no podía aspirar a más, porque un gol al Linares o porque patatas. Sin embargo, el problema de una promesa que se mantiene incumplida después de más de seis años, por muy sugerente que sea, es que dice muy poco de la honestidad del prometedor pero menos aún de las entendederas del comprometido.
Es hora de afrontar la verdad, y esa es que Dembo nunca ha sido para el culé ni el jugador que lo emociona (para emoción, la de Fermín López, oiga) ni el delantero que le resuelve los partidos grandes. Ni siquiera el que le resuelve la mayoría de los partidos modestos. Ni el sustituto de Neymar (solo de escribirlo me entra la risa) ni un futbolista que hace mejores a sus compañeros. Tampoco el revulsivo que sale del banquillo para dar la vuelta a un resultado adverso ni, por encima de todo, el Dembelé que solo habita en sus sueños. Entonces, ¿qué diantres? ¿De verdad merece la pena renovarlo con salario de estrella una vez más, o lo que ha de renovarse de una vez por todas es el amor propio del FC Barcelona?
P. D.: Nos vemos en Twitter: @juanblaugrana