“Cataluña exporta marihuana e importa crimen organizado”. El exportavoz de los Mossos d’Esquadra, el comisario Juan Carlos Molinero, ya advirtió en 2019 sobre el cambio de paradigma delincuencial que se estaba viviendo en Cataluña, a raíz de la llegada de organizaciones criminales dedicadas al cultivo y tráfico de esta droga. Un escenario que ya vaticinaba la imposición de las bandas organizadas y el crimen transnacional por encima de los clanes y grupos delincuenciales autóctonos.
Una realidad, aseguran los funcionarios de las prisiones catalanas, que también se ha visto reflejada en el perfil de delincuente que llega a los centros penitenciarios. “Criminales mucho más violentos, sin arraigo en el territorio y que se siguen dedicando, aun estando privados de libertad, a los negocios ilícitos que los condujeron a estar entre rejas”, aseguran.
El mercado de la droga en prisión
De este modo, las pugnas por el control de la venta de droga que se viven en la calle han llegado a los patios de las prisiones, donde las distintas organizaciones criminales también “luchan” por dominar el tráfico de sustancias estupefacientes en el interior de las cárceles catalanas.
“Entra mucha droga en prisión. Mucha más de la que pensamos. Y las bandas organizadas se pelean por controlar el mercado interno”, explican fuentes penitenciarias. Un mercado, matizan, que incluye al grueso de los internos: “La mayoría de los presos consumen algún tipo de droga, desde marihuana o cocaína hasta heroína”. Eso genera mucha competencia entre los distintos grupos, que pactan quién se queda con el control de cada sustancia. Sin embargo, estos acuerdos, a menudo volátiles, no evitan que se acaben generando deudas entre los grupos, que terminan con extorsiones dentro y fuera de los patios penitenciarios.
Los nuevos perfiles
En este sentido, las fuentes consultadas explican que el precio de la droga aumenta de forma considerable una vez traspasa los muros de la prisión, asentándose como un negocio muy suculento para todos aquellos que han hecho del narcotráfico su forma de vida. Del mismo modo, los intereses también sufren jugosos incrementos. Los impagos y la lucha por el control de la droga se han convertido en dos de los principales problemas de las prisiones catalanas, cuyos funcionarios tienen que lidiar, a diario, con delincuentes muy peligrosos, profesionales del crimen organizado transnacional.
Un perfil de delincuente, aseguran, que ha evolucionado en los últimos años, especialmente desde que Cataluña se ha convertido en el huerto de la marihuana de toda Europa. De este modo, los clanes de etnia gitana que se habían hecho con el control de las cárceles catalanas en los años 90 y principios de los 2000, ahora han pasado a un segundo plano.
Como estos clanes sí que tienen arraigo en el territorio, se han convertido en uno de los objetivos de las organizaciones internacionales: “Nos hemos encontrado con casos en los que grupos de georgianos han extorsionado, desde el interior de las prisiones, a amigos y familiares de jóvenes gitanos para que saldaran una deuda o les proporcionaran droga desde el exterior de los centros penitenciarios”.
Los grupos criminales georgianos, los más violentos
Los funcionarios de prisiones destacan que en los últimos años han detectado un aumento significativo de reclusos de nacionalidad georgiana y albanesa. En su mayoría, cumplen condena por robos con fuerza en domicilios, delito en el que ellos mismos se consideran “expertos”, y por tráfico de marihuana.
Se trata de miembros de organizaciones criminales internacionales que se mueven de forma itinerante por diversas ciudades europeas. Antes de recalar en las prisiones catalanas, muchos de ellos han cumplido ya condena en otros países. “Están bregados en el mundo delincuencial y muy acostumbrados a la violencia”, sostienen los trabajadores. De hecho, en uno de los últimos operativos antidroga de los Mossos d’Esquadra contra una banda albanesa, uno de sus miembros disparó directamente contra los agentes.
El desafío a las normas
“Los georgianos son especialmente violentos”, indican. Además, muchos de ellos son toxicómanos, en concreto consumidores de heroína, lo que eleva la tensión con el resto de internos.
Este sector de la población reclusa también es especialmente desafiante con los funcionarios. “No acatan normas de convivencia” y se cierran en banda a colaborar en las tareas de las zonas comunes de la prisión, como la limpieza de los patios o de las duchas. Saben que, si no lo hacen, no habrá consecuencias graves para ellos. Esta desobediencia la llevan al límite, sobre todo, con las trabajadoras mujeres, a las que, según fuentes consultadas por este medio, “directamente ignoran”.
Nadie aborda el problema con extutelados
El segundo colectivo que sube con fuerza y que, según los funcionarios consultados, causa problemas de convivencia en las cárceles catalanas es el de un perfil muy concreto de internos originarios de países árabes. Para evitar que califiquen al Govern de racista, obvian abordar el problema con muchos de los menores extutelados por la Generalitat, que al cumplir la mayoría de edad quedan desamparados y acaban cayendo en la delincuencia por su delicada situación, sin arraigo, sin familia, sin apoyo económico y sin expectativas.
Los trabajadores sostienen que muchos de estos jóvenes, procedentes de países del Magreb, ingresan en prisión tras acumular varios antecedentes por robos o hurtos: son los conocidos como multirreincidentes. Lo hacen, en su mayoría, en el centro de Joves, donde permanecen hasta los 25 años.
Esta, sostienen, es la causa del aumento de incidentes en esta cárcel, aunque se trata del centro penitenciario con menor número de internos de toda Cataluña. El motivo de que sea un centro “conflictivo” es la “absoluta falta de arraigo” de los chavales que recalan en él. Ante la falta de expectativas y de una red en el exterior, “les da igual ser sancionados sin los vis a vis o sin comunicaciones, porque no tienen a nadie que los venga a ver”.
Los que entran con más edad normalmente lo hacen para cumplir condenas por otros delitos más graves. Su comportamiento dentro de los grandes centros, como el de Brians 1, donde se destina a los preventivos, es “muy violento”: “No respetan nada, las agresiones más bestias en esta prisión las han protagonizado ellos”.
Otro perfil complejo, destacan los trabajadores, es el de los chilenos, especializados en robos y acostumbrados a la violencia de las prisiones de América Latina. Sin embargo, precisan, sus vecinos bolivianos y peruanos son más tranquilos. También los colombianos son reos que no generan demasiados problemas en los módulos.
Presos con problemas psiquiátricos
Además de estas nuevas organizaciones criminales, los empleados públicos señalan otra causa tras esta oleada de agresiones: los internos con patologías psiquiátricas que conviven en módulos ordinarios con el resto de la población reclusa por la ausencia de inversión en unidades de salud mental por parte del Departamento de Justicia. De hecho, en Puig de les Basses, el departamento de psiquiatría nunca ha estado operativo desde la inauguración del centro “por falta de presupuesto y de voluntad”.
El mismo día en el que Núria, cocinera de Mas d’Enric, fue asesinada a manos de un interno, un preso con problemas psiquiátricos conocido en todas las cárceles catalanas protagonizó una brutal agresión en otra prisión, esta vez en Quatre Camins, que se saldó con cinco funcionarios heridos. Uno acabó con una ceja partida, otro con un corte en el labio, el tercero con un mordisco en el hombro por el que ha necesitado tomar retrovirales, un cuarto con el pómulo roto y el último, herido en una mano.
Este preso ya había pasado antes por este centro, en el que intentó acabar con la vida de su compañero de celda. Es “extremadamente violento” y los funcionarios sostienen que podría haber protagonizado “un centenar de agresiones” contra trabajadores. Además de sufrir un problema de adicción a las drogas, fue sparring de boxeadores desde una edad muy temprana, lo que le ha causado secuelas psiquiátricas graves. Lo explican funcionarios de diversos centros penitenciarios por los que ha pasado. Todos ellos lo conocen y le temen.
En el último centro en el que ingresó en su periplo por las cárceles catalanas, Quatre Camins, le asignaron una funcionaria sombra: una interina joven y sin experiencia que debía acompañarlo a todas partes. Como era previsible, este preso acabó perdiendo el control a las dos semanas de ingresar en el centro de La Roca del Vallès. Aun así, seguirá en el circuito ordinario. “Tiene que estar en el Departamento de Régimen Cerrado (DERT, por sus siglas en catalán) y después ir a módulo con condiciones más rígidas, con funcionarios preparados y en el que esté tratado por psicólogos, educadores y juristas por su propio bien o, idealmente, cumplir su condena en un psiquiátrico en el que se le suministre una mediación correcta”.
“Los internos también se merecen seguridad”
Con este panorama, los trabajadores se quejan de las políticas “buenistas” y “de escaparate” que se diseñan desde los despachos, de espalda a la realidad de las prisiones, y que buscan mejorar las estadísticas. Esto, denuncian, ha convertido los centros penitenciarios en lugares más hostiles, no sólo para los funcionarios, sino también para los propios presos.
“El 90% de los internos que acaban aquí, independientemente de su nacionalidad, es porque han cometido un error o porque tienen una vida desestructurada que les ha llevado a delinquir, pero no dan problemas ni nunca los darán. Ellos también se merecen seguridad, pues lo único que quieren es cumplir su castigo e irse sanos y sanos a su casa”.
“Antes, con el artículo 93 del Reglamento Penitenciario, podían estar más de un año en régimen cerrado por episodios violentos como un apuñalamiento a otro reo o una agresión grave a un funcionario, ahora están unos pocos meses”, lamentan los trabajadores. Así las cosas, en el marco de las protestas por el asesinato de Núria, muchos de los reclusos les han pedido a sus carceleros que “luchen”. “Lo que es bueno para ustedes es bueno para nosotros, ¡aguanten, aguanten!”, aseguran que les han dicho, hartos del clima de violencia que se respira en algunos de los módulos.
Por ahora, y hasta que el sistema no cambie, la laxitud de las normativas continúa empoderando a la minoría violenta pero ruidosa, que se siente con impunidad para atacar a funcionarios y compañeros.
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