Habla el extranjero Crónica Global Barcelona
No nos detendremos demasiado en la sensacional entrevista que ayer concedió el rey emérito, Juan Carlos I, al prestigioso diario conservador francés Le Figaro, a modo de preámbulo a la publicación de sus esperadísimas memorias. No nos detendremos en esa entrevista, porque ayer lo reprodujo la prensa española. Aunque ésta subrayó algunos aspectos interesantes de la entrevista –como sus relaciones con Franco o sus enredos amorosos, o su actitud irreprochable, pese a todos los rumores, durante el golpe de estado de Tejero-, no hizo hincapié en dos pasajes que acaso sean los más interesantes del texto. No ya como testimonio, sino como guía para la actualidad.
Uno de esos pasajes era la mención al único consejo que le dio su padre, Juan de Borbón, que no llegó a reinar: “Tienes que hablar con los que piensan como tú y con los que en todo piensan lo contrario que tú”. A Juan Carlos se le quedó grabado el mensaje. Estando en Rumanía, para una celebración de aniversario de la fundación del país, pasó tres horas conversando con Ceaucescu (¡qué paciencia!), con el propósito personal de averiguar cuanto pudiera sobre la atmósfera que se respiraba al otro lado del telón de acero, en el mundo comunista.
Enterado el entonces príncipe, gracias a esa charla con Ceaucescu, de que cada año veraneaba en Rumanía el líder del PCE, Santiago Carrillo, le hizo llegar a éste, a través del dictador rumano, el mensaje, o la petición de que, por favor, no aprovechase la inminente muerte de Franco para montarle otro enfrentamiento civil en España, pues él se proponía legalizar cuanto antes su partido, y traer la democracia.
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Una lección de tolerancia y diálogo que muchas de nuestras figuras de la esfera pública actual (por no hablar de las masas) no siguen, pues por lo que vemos lo que se lleva son las descalificaciones ad hominem y los adjetivos hirientes que hacen imposible, no ya el diálogo, sino la simple conversación.
El otro pasaje interesante no viene a cargo de Juan Carlos, sino del periodista de Le Figaro, Charles Jaigu. Éste, mientras explica la situación del Emérito, da por descontado, dándolo por fuera de toda duda y comentándolo sólo de pasada, como un fait accompli, y como una obviedad en la que no vale la pena detenerse, que la voluntad de nuestro Gobierno es acabar con la monarquía. Cosa que en nuestra prensa sólo se menciona con eufemismos y alusiones.
Otra referencia interesante a nuestro país –o a nuestra lengua— en la prensa de ayer es el reportaje de Carlos Lozada para The New York Times –que algunos califican como el mejor periódico del mundo—sobre la política lingüística de la presidencia norteamericana contra la lengua española, algo que rings a bell (me suena de algo) en mi mente. Reproducimos aquí algunos extractos:
“[…] nunca pensé que hablar el idioma [español] en voz alta pudiera convertirme en miembro de una clase sospechosa.
Pero ahora es así. El español se ha convertido en un indicador sancionado de criminalidad potencial en los Estados Unidos de América. La lengua de Miguel de Cervantes y Andrés Cantor, la cuarta más hablada del mundo, ha sido declarada el sonido de los hombres malos en nuestro entorno.
Por cortesía del gobierno de Donald Trump y de una Corte Suprema de lo más complaciente, los agentes del Gobierno estadounidense pueden detener e interrogar a personas sobre su situación en materia migratoria basándose en una mezcla de cuatro factores: su raza o etnia aparentes; su presencia en un lugar sospechoso, como cierta parada de autobús o un lugar de construcción con obreros; el tipo de trabajo que realizan; y si hablan español, o incluso solo un inglés con acento marcado.
[…] En las últimas semanas, los estadounidenses han sido testigos de cómo agentes federales en las principales ciudades —sobre todo en Los Ángeles y Chicago— detenían a residentes de los que sospechaban, a menudo por motivos poco claros, que estaban aquí ilegalmente. No sé qué videos son más difíciles de ver: si las grabaciones temblorosas y condenatorias tomadas por transeúntes en la calle, o las hábiles producciones con estética de videojuego del Departamento de Seguridad Nacional, propaganda militarista de la guerra interior.
El presidente de EEUU, Donald Trump / EP
Sin embargo, la persecución del idioma español va más allá de la migración. En este primer año de la segunda presidencia de Trump, los estadounidenses se han enzarzado en una batalla sobre la libertad de expresión, otra garantía constitucional que ha caído en desgracia con el Gobierno, ansioso por restringir, por motivos políticos, lo que se nos permite decir sobre determinados temas o personas. Ahora imagina que no es solo lo que dices lo que te pone en peligro, sino la propia lengua en la que lo dices o, en realidad, la lengua en la que dices cualquier cosa.
Hoy en día, hablar español en voz alta en Estados Unidos se siente, extrañamente, como un acto transgresor. Cuando lo hablo en público, una pequeña parte de mí se pregunta ahora qué podría concluir la gente cercana sobre mi estatus, basándose únicamente en mi acento, mis palabras, mis sonidos. Convertir la lengua en motivo de sospecha oficial es una supresión de la expresión especialmente insidiosa, porque te hace cuestionar no solo tus ideas, sino también tu forma de expresarlas. Todo lo demás sobre ti desaparece; eres una persona que habla español, y eso es todo lo que cualquiera necesita saber.
Llegué a Estados Unidos de Perú siendo un niño, en la década de 1970, y recuerdo la emoción de mi madre cada vez que oíamos a alguien hablar español aquí. Siempre me señalaba a los hablantes y solía encontrar alguna excusa para entablar alguna conversación trivial con ellos, para saber de dónde venían.
También se convirtió en un hábito para mí, después de décadas de vivir en Estados Unidos, incluso mucho después de que el inglés hubiera superado al español como mi lengua dominante. Cuando oigo hablar español en la calle, a menudo intento detectar su carácter regional o nacional, localizar sus ritmos en un atlas mental. Imagino los sinuosos caminos que los hablantes, o sus antepasados, pueden haber recorrido para traer su lengua hasta aquí, o para aprenderla aquí.
[…] Existe, o debería existir, un orgullo especial que todos los estadounidenses pueden sentir por la variedad de lenguas que se hablan aquí. […] Esta proliferación de voces no es una dilución de la grandeza estadounidense. Al contrario, cada idioma adicional que oigo es una afirmación del poder y el atractivo de Estados Unidos; significa que una persona más de un lugar más ha querido hacer de este lugar su hogar.
Sin embargo, para este presidente y este gobierno, significa una persona más que no pertenece realmente a este país. “Este es un país donde hablamos inglés, no español”, dijo Trump a Jeb Bush en un debate republicano de 2015, reprendiendo al exgobernador de Florida por atreverse a hablar español en su campaña. Durante la campaña presidencial de 2024, Trump acusó a los demócratas de importar migrantes ilegalmente para que votaran a su favor. “Ni siquiera saben hablar inglés”, se burló. Y en un decreto que declaraba el inglés lengua oficial de Estados Unidos, el presidente afirmó que una nación angloparlante “reforzaría los valores nacionales compartidos”.
En el momento del decreto, cuestioné ingenuamente la premisa de Trump. Después de todo, ¿qué son esos valores estadounidenses compartidos, argumenté, sino las verdades evidentes por sí mismas consagradas en la Declaración de Independencia? “La igualdad política, los derechos naturales y la soberanía popular pueden expresarse, defenderse y vivirse en cualquier lengua”, escribí en respuesta al decreto. “Créeme, el dominio del español no paraliza la búsqueda de la felicidad”.
El presidente de EEUU, Donald Trump / EP
[…] No se trata de defender el inglés y los valores compartidos, sino de denigrar el español y a quien lo habla. Se trata de convertir el español en un idioma de segunda clase, de hacernos recelar de su uso en público, de mantenernos callados y sumisos.
[…] ¿Fomentar el bilingüismo? Oh my God! Alrededor del 22% de las personas de cinco años o más en Estados Unidos hablan una lengua distinta del inglés en casa, y entre ellas, el español es la más común, según la más reciente Encuesta sobre la Comunidad Estadounidense de la Oficina del Censo. Sin embargo, entre quienes hablan una lengua distinta del inglés en casa, según la encuesta, más del 60% habla también inglés “muy bien”.
La capacidad de entender más de una lengua no es una carga; es un don. Pero el mensaje de la Casa Blanca es tan claro como perverso: tu capacidad para hablar otra lengua no es una ventaja para la nación, sino un lastre, y tu esfuerzo por asimilarte es una prueba de que realmente no perteneces a ella.
Aunque el Gobierno deja bien claro su desprecio por los hispanohablantes, este idioma sigue siendo la segunda lengua más enseñada en las escuelas públicas de Estados Unidos. Miles de escuelas públicas y privadas ofrecen enseñanza de español. Millones de estadounidenses han tomado clases de español.
Así que quizá las escuelas deberían dejar de enseñar español por completo. ¿Para qué difundir la lengua, si va a identificarte como un potencial infractor de la ley? Como mínimo, las escuelas no deberían enseñarlo bien porque, cuanto mejor sea tu español, más sospechoso parecerás. Esta es la lógica absurda que se desprende de las acciones del gobierno de Trump.
Por supuesto, es más fácil deportar a una persona que desprenderse de un idioma. Nos guste o no, el español cruzó hace tiempo la frontera del inglés. En su reciente estudio The Dynamic Lexicon of English, la lingüista Julia Landmann clasifica las palabras que el inglés ha tomado prestadas de otras lenguas desde el siglo XIX. Resulta que hay una bonanza de palabras de origen español que ahora se encuentran en el Oxford English Dictionary. Una lengua no está incomunicada con el resto del mundo. Piensa en las lenguas como en una cafetería en la que puedes combinar tus platos; no hace falta ser un aficionado a la lingüística para entenderlo.
No hace falta pulsar el “número dos” ni debatir sobre el espectáculo del medio tiempo del Super Bowl. El español ya está aquí.
Los obsesivos esfuerzos estatales de proteccionismo cultural delatan una especie de inseguridad nacional; si sientes que debes construir un muro en torno a tu lengua o tu identidad, probablemente no las consideras particularmente sólidas.
El estruendo de culturas y lenguas dentro de sus fronteras no amenaza la identidad estadounidense; la define. Es cuando utilizamos esa multiplicidad para clasificar y marginar que nos debilitamos. Un gobierno empeñado en erradicar la política de identidad está haciendo mucho por reforzarla.
Durante el último cuarto de siglo, he trabajado como editor y escritor en Estados Unidos. La lengua inglesa, tanto hablada como escrita, se ha convertido en mi medio de vida, y me enorgullezco de mis esfuerzos por dominarla, como hacen tantos migrantes. Y, sin embargo, cuando el español —una lengua en la que aún leo, hablo, sueño y amo— se convierte en un objetivo de ataque, presentado como un “factor” que puede hacer que los migrantes se sientan sospechosos e indignos, solo quiero hablarlo más alto y con más orgullo y más a menudo. Quiero que forme parte de mi vida y también de la vida de la nación.
El español sigue siendo mi idioma de alarma y de tensión, y este es un momento para ambas”.