'Lo que me gusta de Ignacio Garriga', por Andrea Rodés
Me gusta que Ignacio Garriga esté casado y tenga cuatro hijos. Con un poco de suerte, un día volverán del colegio después de una buena clase de ecología y se encararán a él, diciéndole que cómo se atreve a tildar de “fanatismo climático” a los que se preocupan por el cambio climático en el Parlament.
Me gusta pensar que, como es odontólogo, tarde o temprano querrá dedicar más tiempo a sanar dentaduras y abandonará la política.
Me gusta que sea un ferviente católico, miembro del Opus Dei, porque entonces seguro que Dios lo perdonará por soltar barbaridades como “Queremos limpiar las calles de Cataluña de esa inmigración ilegal que está llegando, condenándonos a la creciente inseguridad” o “Hay que vaciar los colegios de activistas y llenarlos de conocimientos” (Crónica Global, 17/04/24).
Por otro lado, Garriga insiste en garantizar el derecho de los padres a escoger la lengua que quieren para sus hijos y garantizar que puedan escolarizarse en español, como Vox ha logrado en Valencia o Baleares. Yo creo que en realidad se refiere al derecho de los padres a entender los deberes de sus hijos. Me gusta que Garriga haya pensado en algún momento que “pobrecitos, esos padres, que no podrán ayudar a sus hijos a sumar en catalán”. Lo humaniza.
Me gusta que tenga afición por el cine y de vez en cuando se proponga producir documentales (Hacia la República Islámica de Cataluña), aunque alguien debería explicarle que los documentales tienen como objetivo documentar la realidad, no manipularla.
Me gusta que sea de origen ecuatoguineano por parte de madre, seguro que sabrá empatizar con la discriminación que sufre la gente de color.
'Lo que no me gusta de Ignacio Garriga', por Joaquín Romero
El secretario general de Vox es la encarnación de aquella carcundia de toda la vida que los antiguos republicanos definían como la “reacción” y que está por encima de corrientes ideológicas. En nuestra historia reciente han sido fascistas, franquistas y ultras, los del ordeno y mando de siempre.
En Cataluña, consiguieron que el nacionalismo de la transición los identificara con la idea de España, de manera que todo lo que no era pujolismo o separatismo –y se atrevía a dar su opinión-- era fascismo y franquismo. Permanecieron en la clandestinidad hasta que el procés y la torpe respuesta del Partido Popular en el Gobierno les hizo crecer, aquí y en el resto del país; lo que les permitió emerger, incluso llegar a las instituciones.
Una vez colocados y disponiendo de recursos públicos denunciaron lo que llaman “industria política”, una definición a la que Santiago Abascal y su segundo, Ignacio Garriga, recurren con tanta frecuencia.
Garriga da el perfil: buena familia, educado en colegios del Opus Dei, prelatura a la que pertenece como supernumerario, y pensamiento elemental, por no decir primario, que le lleva a actuar como un racista pese a ser hijo de madre guineana.
Lo que menos me gusta del personaje es el temible fondo ideológico que transmite cuando explica sus planes. Dice que vienen a “dar una patada al tablero de una vez por todas”, un mensaje de violencia que nos traslada a lo peor de la historia de Europa.