José Zaragoza: el aparato indoloro del Baix
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El hilo prometeico de la ideología socialista se hizo patente en el XXXVIII Congreso del PSOE, celebrado en Sevilla, en 2012. Así lo anunció Felipe González a sus allegados a las puertas del Hotel Renacimiento de la capital andaluza: “Yo quiero a Carmen Chacón, pero mi candidato es Rubalcaba”. Uno de los presentes recuerda aquello como una jugada en la que el felipismo se sacó de la manga por última vez sus comodines, conducidos por el exministro Pepe Blanco, la mano de hierro.
Desde entonces, las cosas han dado un vuelco espectacular; las palabras se han quedado en la cuneta ante el avance del símbolo, como mostró José Zaragoza, diputado del PSC en el Congreso, al votar sí a la investidura de Sánchez el pasado noviembre, acompañando su voto afirmativo del signo que significa esta palabra. Lo justificó al explicar que el lenguaje de signos es empleado por millones de personas en España, aunque nunca se visibiliza. El gesto, y no necesariamente la gramática, “normaliza el uso de todas las lenguas en la Cámara”, dijo el diputado ante los medios; y, desde aquel día, la indirecta reverbera como un azote a los soberanistas que viven de la diferencia territorial, con indiferencia social.
El PSC perdió el poder de la Generalitat tras los comicios autonómicos de 2010, y una de sus mejores bazas, la exministra de Vivienda y de Defensa Carmen Chacón, decidió dar el gran paso como candidata del PSOE, en España, con el apoyo de María Teresa Fernández de la Vega y de José Montilla, expresident de la Generalitat y primer secretario de los socialistas catalanes, como expone con rigor Jordi Amat en Crónica privada de un congreso maldito, publicado en Tinta Libre. Todo ello contando con el empeño silente y absolutamente discreto de José Zaragoza, el prócer de Chacón, el hombre que incubó las victorias del cinturón rojo de Barcelona desde el nido del Baix Llobregat, donde él empezó como concejal de Molins de Rei en el lejano 1983. Cuando la veteranía de los dueños impidió el ascenso de Chacón –prematuramente fallecida en 2017– lo tácito se convirtió en factual. Así se desprende de la exposición de Juana Bonet en su libro Chacón, la mujer que pudo gobernar.
Se corría el visillo que cubría la caída de Rubalcaba en los comicios de la mayoría absoluta de Mariano Rajoy, al frente del PP; un serio correctivo que el viejo PSOE no quiso ver. Aquella derrota contextualizó el sorpasso del 15M y la ceguera de aquel PSOE irrenunciable y enmoquetado. La insurrección pacífica de Indignaos, el libro de Stephane Hessel prologado por José Luis Sampedro, revelaría el momento internacional de la apuesta renovadora de Chacón y de su hacedor, José Zaragoza, ideólogo penitente, excluido del trono, pero verdadero cuadro y más fiero el león de como lo pintan. El socialismo caía en consonancia con el ascenso de dos fuerzas excluyentes: la derecha conservadora y la nueva izquierda de Podemos, convertida hoy en flor de un día.
Zaragoza, diputado del PSC en el Congreso, es ahora un brazo significativo de la Moncloa en el poder legislativo. Ha sido y sigue siendo eje del engranaje socialista catalán, acoplado por Miquel Iceta, político de raza y actual embajador de España en la Unesco. Ambos restituyen la continuidad de los orígenes fundacionales del PSC, el partido que no ha cambiado desde la Transición.
La formación que representa a la izquierda y rechaza el sentido trágico de la vida de los izquierdismos. El que no sugiere decepciones ni dolor humano; el que interpela a la convivencia sin estigmatismos. El partido que no excluye a la poesía, pero descarta la sangre derramada de los poetas; el que simpatiza con los hábitos pequeño-burgueses del tendero de la esquina y con el ideal de vida del asalariado confortablemente sindicalizado en la cadena de montaje; y también el que flota entre los profesionales de las clases medias urbanas, un concepto salido del texto añejo de Nicos Poulantzas, el marxista greco-francés. En su entorno no hay neocatólicos ni evangelistas, y no es precisamente por sus principios laicistas, sino por simple desapego a la intolerancia de los dogmas.
El utilitarismo del PSC es el marco ideal de José Zaragoza; define la confortabilidad del hombre que forjó un aparato indoloro de muchos afiliados y aspirantes a la gestión de lo público. El mismo que no traga el falso adanismo del mundo indepe, ni sus abusos institucionales, como el que favoreció a la expresidenta del Parlament Laura Borràs, destituida por malversación. El primero en alertar a Sánchez del aislamiento de Puigdemont en Europa, el soberanista apoyado por Alianza Flamenca y por Matteo Salvini, “prueba de su marginalidad”.
La crónica del complejo pacto de investidura de Sánchez con el apoyo muy condicional de Junts le otorga la razón; Puigdemont es la piedra en el zapato que pone en peligro la legislatura. El expresident fugado en Waterloo rompe el equilibrio, como lo hace en parte la inoperante mesa de diálogo a la que Zaragoza se opuso por su formato camuflado de pacto entre Gobiernos, una irreverencia para el resto de comunidades autónomas.
Su piel dura de político instalado le retrató en 2019, la jornada de constitución del Congreso en el que se estrenaba el salto de Vox, cuando los diputados de la formación ultra ocuparon la tradicional banca socialista y Zaragoza consiguió sentarse junto a Santiago Abascal porque no se “iba a dejar achantar”. Hubo un momento de tensión, cuando el líder de Vox le dijo que le tenían rodeado y él contestó: “Vosotros sois los rodeados y yo he venido a negociar vuestra rendición”.
Todo acabó en parabienes; Zaragoza expresó su coletilla: “La democracia es un lugar donde uno se sienta y convive con gente que piensa diferente”; y aunque el jefe de Vox le dio la espalda, cuando el socialista habló en catalán con el letrado Cuevillas, Zaragoza añadió este colofón: “Nos querían trolear, pero mentiría si dijera que Abascal no es educado”. Pepe es un duro con retranca.
Se enfrenta ahora a un dilema de los que roban el corazón a los mejores estrategas: Puigdemont no cabe en la amnistía, la ley a punto de descarrilar que ha provocado una guerra entre el fiscal general del Estado y la junta de fiscales del Supremo. La derecha busca la alianza que tanteó sin éxito el pasado verano con Junts y que ahora quiere ampliar al PNV. La posibilidad de una alternativa, ante el hipotético fin de la mayoría progresista, puede convertir al Congreso en el centro de atención, más allá de las insufribles sesiones de control. Es un duelo de la máxima rivalidad sin reglas, el escenario ideal de Zaragoza, la sonrisa del malote rápido de reflejos.
No aspira a la magnanimidad; nunca participó en el culto al cartón piedra de la vieja guardia, el patetismo mimético que despertaron en su momento líderes como Felipe o el mismo Alfonso Guerra, por extraño que parezca. Su mejor momento cristalizó en el calvinismo del aparato del partido; se ocupó sin mácula de las finanzas del PSC entre 2004 y 2011, y quedó señalado por las investigaciones policiales que pretendían aclarar el espionaje de la célebre comida en la que participaron la dirigente del PP Alicia Sánchez Camacho y la exnovia de Jordi Pujol Ferrusola en el restaurante La Camarga de Barcelona. Digamos que supo enmendar las deudas de la política con los casos de menor cuantía, pese a la desmesurada apariencia de los titulares.
Los Zaragoza proceden de Lorca, situada en la Murcia del Alto Guadalentín. El político, nacido en Molins de Rei, se hizo de muy joven con la heroicidad de lo no heroico, el sentido catalán de la medida; el acabado en cualquier ejecución, frente al retorno al caos, la niebla nacional del frentismo irredento, trasnochadamente romántico. Su mérito es cotidiano; alienta una perfección contraria a la España heroica, pero profundamente hispana. Su larga trayectoria política le ha convertido en un veterano sin edad, encuadrado en la compleja new age intergeneracional que resiste y consolida la transición del socialismo. Hoy acompaña el salto de Pedro Sánchez, el líder sobrio y políglota, el economista que ha unido a la Europa de Mario Draghi y Nadia Calviño con el formato de la nueva izquierda real de Yolanda Díaz.
Zaragoza está acostumbrado a trabajar sin la ayuda de los de siempre; rinde homenajes a la nomenclatura, pero piensa sin muletas en el futuro de la nueva socialdemocracia del sur del continente, que se siente capaz de revalidar a los históricos líderes del norte, como Willy Brandt y Olof Palme. A pesar de la distancia, el ex secretario de Organización dejó su sello en el cargo y desde entonces cuenta con la complicidad de la generación de los fundadores, los Narcís Serra, Raimon Obiols y Josep Maria Sala.
Cuando hizo su apuesta por Carme Chacón consiguió el apoyo de Josep Borrell, López Aguilar y Ximo Puig. Se lo jugó todo a una carta frente a las élites que se resistían a perder sus privilegios. A Zaragoza la frontalidad no le arredra; ha jugado con astucia los dados del destino, sabiendo, eso sí, que siempre queda el retorno al Baix, el viaje a la semilla, donde nadie exalta ni denigra.
Los finiquitos de antaño y las puertas giratorias menguan en los tiempos que corren. Hoy sabemos que el final de un político de fuste está más cerca del pitch & putt que del Golf de Vallromanes; más cerca de una fundación que del consejo de administración de una gran corporación empresarial. Zaragoza supo esperar su momento, cuando el federalismo asimétrico de Pasqual Maragall desataba la envidia peninsular y articulaba ya la España plural. ZP no alcanzó su anhelo, pero detrás de su renuncia se armó el resurgir de la mano de Sánchez en la que Zaragoza es insustituible, junto a Rafa Simancas; y nunca un origen tan ingrato dio este resultado tan magnífico y temerario a la vez.