Lo han visto paseando en silencio por los barandales de la Rosaleda del Retiro, convencido de resultar inadvertido, mientras jerarquiza mentalmente el argumentario del día. Su discreción impostada arropa el secreto; podría pasar por un pianista, bajo la cola de un Steinway, que cubre sus manos sobre el teclado. El poseedor del archiconocido acrónimo de Miguel Ángel Rodríguez, MAR (a partir de ahora, R punto), compone la partitura que lanza la presidenta Ayuso sobre el éxtasis de sus bases. Él ha limitado el esfuerzo infinito a cambio del gimnasio, mientras que ella conjuga las mejores estrofas de su consejero con su inextricable red de relaciones. Son el valido y la Regenta.
La mayoría absoluta de Ayuso del 28M ha sido su mejor baza desde los tiempos de Aznar; aquel día de victoria en los comicios autonómicos R punto se plegó a la doble misión de mantener en alto a la baronesa y de potenciar a Núñez Feijóo. Pero recordemos que el éxito de Ayuso se había cimentado antes, al desprenderse de Rocío Monasterio, la Dama de Picas, símbolo del azar engañoso. Los ultras van a menos gracias al frágil abrazo que une a Génova con R punto. En política se valora más la preocupación por los supervivientes que la piedad por los suicidas.
El duro discurso de Pablo Casado contra Santiago Abascal, en la primera moción de censura de Vox, en diciembre de 2022, levantó un muro entre las dos derechas que ha derribado Feijóo este verano a través de los pactos con el espacio metafísico de los ultras en comunidades autónomas de referencia y en un centenar de municipios. Debajo del bloque radicalizado, los mensajes de R punto actúan como un bumerán que explora a sus socios y regresa siempre a la unitaria voz conservadora.
Cuando el galiciano Feijóo desembarcó en la capital, el comunicólogo, un domador de las manadas de bisontes hambrientos que cruzan la capital de madrugada, le dijo tajante: "Debes dejar de ser previsible". Pero más de un año después, en la investidura fallida de Feijóo, el rey del amago se ha visto desbordado por el inesperado Óscar Puente, "el más macarra de los socialistas" en palabras dictadas por R punto en el pinganillo de la Regenta, su Dama de Corazones (así le llamaba Tomas Moro a Catalina de Aragón).
Puente, sustituto de Sánchez en el hemiciclo, es uno de los socialistas más odiados por la bancada conservadora, hasta el punto de que el encono contra el vallisoletano ha acabado robusteciendo la unidad del PP. Si uno se fija bien, verá al nítido consultor, entre bambalinas, señalando al macarra como el enemigo común que ha conseguido la unificación de Génova. Un argumento retorcido y sabiamente conjurado.
Maquiavelo ha puesto el contador a cero. En el enjambre partidista del PP, situado entre la presunción y la torpeza, él destaca por muy listo. Sabe que la sutileza del perdedor es la esencia de la condición humana; es capaz de adocenar a sus flancos para evitar el fuego amigo. Su última inspiración en contra de la amnistía no llega de su acendrado neoliberalismo, sino de la Conferencia Episcopal, inmersa repentinamente en un antisanchismo de reclinatorio. Los obispos se han subido a la parra de su portavoz, el calambuco García Magán, obispo auxiliar de Toledo, con el voto en contra de la Tarraconense, compuesta por diez purpurados catalanes.
R punto consiguió que Feijóo noqueara a Sánchez en el debate televisivo previo al 23J cargado de inexactitudes; después se salió del tiesto al aconsejar al líder conservador que no acudiera a la cita de TVE, junto al resto de candidatos. Es muy bueno. Casi consigue asilvestrar al gallego calmo, de cuello camisero y porte endomingado. Feijóo sobrevive en el juego parlamentario de la invectiva y el insulto, pero nadie lo ha visto todavía en el coso de Las Ventas, ni en las monterías de Abascal. El presidente del PP tampoco rinde pleitesía a las mesas marmóreas del Café Gijón de Recoletos, ahora en poder de los Onieva-Falcó, atroz memorial de La Colmena.
A R punto se lo han cruzado por el Madrid de Sabatini, el paisajista del Jardín Botánico, donde los nuevos arquitectos han desdibujado el escarlata tenue de la arquitectura Béton Brut de Le Corbusier. Le tira la arquitectura dinástica que dejó su huella en los palacios de la Granja y de Aranjuez, memoria viva de motines, como los que él predica contra la España plural de Sánchez. Es capaz de unir, de forma indolora, la conjura institucional con los gritos en la calle. Entró en el poder en 1996, con los afrancesados de Godoy (Aznar), un frente de vocación anglosajona, como la corte de Carlos III y IV, en la que Boccherini compuso aquel minueto -Los españoles se divierten- que a R punto le va como anillo al dedo. Durante mucho tiempo renegó de la foto de 1987 en la que Aznar le ofrece beber a morro de una botella de buen Ribera del Duero. Años más tarde, le dio la vuelta: celebró la instantánea al incluir la foto en su libro, Aznar llegó a presidente. Es duro y rápido; no tiene tiempo de alimentar su rencor, pero disemina alegremente el odio.
Le chifla la capital de los Austrias, la ciudad habitable y bella, rodeada de moles; se encuentra en su salsa frente a la estampa de la sede del Círculo de Empresarios, descansillo de los blue chips, cuyos estornudos en la Bolsa capitalina se desparraman por la Plaza de la Lealtad. El valido ocupa el centro de un vendaval hiperbólico y no se detiene jamás; sabe que la política manda sobre la economía, como solía decir Jacques Delors, aquel socialista francés, amigo de los aristócratas -Lanfalussi o Davignon- que inventaron el euro. Se siente un hombre en la sombra, aunque conocido por todos; exhala un toque cardenalicio, parecido al de aquel Richelieu, que levantó una barrera frente a los hugonotes, para detener el avance del Sacro Imperio en Francia.
La economía, como ciencia, no le interesa; no pierde un minuto con el adorno, aunque desde luego, es un conservador cicatero, estilo Bundesbank.
Ahora, trata de frenar la amnistía de Sánchez descolocando a Vox, el elefante en el comedor, pero se da de bruces con la medida de gracia, que suprime la pena sin conmutar el delito. Lleva años empujando a la extrema derecha hacia el espacio común. Contribuyó a prescindir de Santiago Abascal en la concentración del pasado domingo 24 de setiembre de la Plaza Felipe II. Es bien sabido que, en caso de alboroto, R punto inventa consignas y eleva las formas; es el guitarra bajo que, sin hacer ruido, marca el pulso del conjunto musical en la interpretación de una pieza musical estridente.
Sazona, con aparente magnanimidad, el prejuicio de sentirse superior al resto. Su audacia se alimenta en la rentabilidad de los comicios. Odia el encaje territorial de las nacionalidades históricas, citadas por Feijóo con la boca pequeña; no resiste el reformismo de los que son como Borja Sémper, la generación de la Concha de Donostia, alternativa de la vieja derecha vascoespañola del hierro y las finanzas. Aunque el auténtico poder se oculta, a R punto le puede la teatralidad, la iconografía de la escena política, el protocolo de Tarradellas. Muchos recuerdan su enfrentamiento con Teodoro García Egea, el ex número dos del PP, en el balcón de Génova, el 14 de mayo de 2022. Aquel día, Teo exhibió su contrastada esgrima en el lanzamiento de huesos de aceituna, pero R punto lo borró del mapa; fue la antesala del fin de Pablo Casado, orquestado en el enredo de la compra de mascarillas del hermano de Ayuso, un caso archivado por el Fiscal Anticorrupción, Alejandro Luzón.
Miguel Ángel Rodríguez rinde pleitesía formal al jefe, pero se salta el dispositivo de comunicación del partido. En sus manos, Feijóo dejó de ser el gallego que remeda a Mariano Rajoy y él se negó a encarnarse en el nuevo Arriola. Ha incumplido la promesa pactada entre Madrid y Santiago, alcanzada cuando los equipos de la Xunta aceptaron las condiciones de Sol, el imperativo categórico. Todo pinta bien hasta que pintan bastos, porque, con R punto, las cosas se tuercen cuando menos te lo esperas. Vive una guerra contra el tiempo, frente a un gran enemigo: lo previsible.
Cuando pierde el hilo del argumento, desenfunda la munición.