Qué escándalo, aquí se juega. Esa ha sido la reacción de muchos nacionalistas cuando han comprobado cómo el populismo se ha hecho con el corazón de la democracia norteamericana y cómo las hordas partidarias de Donald Trump han llegado a asaltar el Capitolio. Un instante después, se vanaglorian del movimiento protagonizado por el independentismo catalán, que “puso las urnas” el 1 de octubre de 2017. Nada que ver, señalan, con el asedio al Departamento de Economía, que sólo pretendía protestar por el "abuso" de los jueces y por la “represión” del Estado. Olvidan todos ellos que el trumpismo ya estaba instalado en Cataluña y que, de forma lamentable, la sociedad catalana no lo quiso ver. Era más importante la “construcción nacional”, y se dejó por el camino a la parte más sustancial del catalanismo que ya no pudo levantar cabeza, pero que ahora podría ser la clave de un verdadero cambio de rasante con Salvador Illa.

Se trata del pecado original de la Cataluña contemporánea, que lo ha contaminado todo y que ahora paga esa misma sociedad catalana 36 años después. Parece una eternidad, pero lo que ocurrió en 1984 no se puede ni se debe olvidar, en el caso, claro, que se quiera iniciar una nueva etapa que mire al futuro de forma conjunta.

El 31 de mayo de 1984, cuando fue investido Jordi Pujol, y con la investigación de Banca Catalana como gran excusa, esas hordas trumpistas --militantes de Convergència y exaltados nacionalistas pujolistas-- irrumpían en el Parlament y buscaban la alta figura de Raimon Obiols para recriminarle todos los males de Cataluña. Pujol, ya presidente por mayoría absoluta, se dejaba acompañar, desde el Parlament en la Ciutadella hasta el Palau de la Generalitat, por esos manifestantes patriotas que estuvieron a punto de zarandear el coche oficial de Obiols, ante las puertas del Parlament, con todo tipo de gritos de fondo, entre ellos un sonoro “matadlo, matadlo”. Pujol, que supo cómo manejar la palanca del poder sin ningún escrúpulo, pronunció aquellas famosas palabras: “Sí, somos una nación, somos un pueblo y con un pueblo no se juega. A partir de ahora, cuando alguien hable de ética y de moral, hablaremos nosotros, no ellos”.

Obiols se indignó con aquella ocupación del Parlament y, pese a todas las críticas que recibió --por blando, por catalanista casi nacionalista, por no buscar el cuerpo a cuerpo con Pujol-- optó por representar el cuerpo central del catalanismo que siempre tuvo una actitud constructiva. Su figura y la del PSC sufrieron como nadie, y en TV3 se le ninguneó sin ningún remordimiento.

Esos trumpistas siempre han estado ahí, mostrando un odio que ha sido mucho más efectivo en las comarcas de interior, en esa Cataluña en el que el foco es menos intenso. Cuando se habla de la falta de resistencia del PSC o de que se camufló en el ambiente pujolista, se tiende a dejar de lado la circunstancia que marcó todo el periodo democrático, desde la Transición: esa mayoría absoluta de 1984 y la identificación de Pujol con un supuesto pueblo catalán. Y no se puede olvidar. Lo que sí se puede hacer es superarlo, con un nuevo lenguaje, con la atención puesta en la modernidad, en las necesidades urgentes de una sociedad que no podrá esperar mucho más si no quiere entrar, de forma definitiva, en una lenta pero inexorable decadencia económica, social y cultural.

Los trumpistas, sin embargo, siguen ahí. No se han ido. Tienen otros ropajes, más modernos, como los que exhibe Laura Borràs, u otros peinados, como los de Elisenda Paluzie, u otros cortes de vestido, como los de Joan Canadell, o un vocabulario más directo y descarado, como el de Pilar Rahola. El ejemplo de esta última define de forma clara la degradación de ese nacionalismo que, supuestamente, era lo más moderno de Europa: su ataque sin contemplaciones contra Salvador Illa, hasta el punto de decir que sí, que “catalán sí es” pero, vaya, un catalán traidor que es capaz de manifestarse con Societat Civil Catalana el 8 de octubre de 2017, algo que se considera poco más que un crimen para la mente de Rahola. Y se debe recordar que aquella manifestación supuso la primera, desde la Transición, en la que se enarboló, de forma masiva por Barcelona, la bandera de España, la constitucional, la que unió a todos los pueblos de España, tras una dictadura. Fue un acto de pluralidad civil, con banderas españolas y senyeres catalanas.

La última demostración de ese trumpismo que siempre ha existido es la advertencia de la ANC, la entidad que preside Paluzie, en la que se cubre las espaldas ante una posible derrota del independentismo con una denuncia de la “poca fiabilidad del sistema”, porque se entiende que los funcionarios españoles boicotearán el voto exterior de los catalanes en el extranjero que, se supone, es independentista. “Hay que lamentar las actitudes catalanofóbicas de algunos funcionarios del Estado español”, señala la entidad de Paluzie. ¿No se asemeja, sin duda, a los postulados de Trump?

En estos momentos el gran inconveniente para que Cataluña pueda seguir adelante, como una sociedad moderna, tolerante, que mire al futuro, es la posición de Junts per Catalunya, que ha recogido lo mejor de cada casa, con prepolíticos, como Borràs o Canadell, encargados de emponzoñar más y más la situación. Y con voceros, supuestamente desde fuera, pero tan dentro como los que forman parte de la lista del partido de Puigdemont, como Rahola que, además, muestran una especie de orgullo herido inexplicable para una cabeza racional.

Los trumpistas nunca se fueron, no miren a Estados Unidos. Han estado aquí, durante muchos años. Y pretenden seguir, desde las mismas instituciones.