Acaba de llegar, pero el tono mansplaining de Quim Torra comienza a ser exasperante. Y no tanto por sus desafortunadas valoraciones sobre el reparto de las tareas domésticas --"pronto, desde el Estado, llamarán a mi mujer para decirle qué tengo que cenar"--, que también, sino por ese paternalismo cultural del que hace gala allí donde va. Quienes le conocen definen a Torra como un intelectual acomplejado, pues ninguno de los partidos políticos por los que ha pasado --que son muchos, lo que le asemeja a otro dirigente con ínfulas de erudito, Toni Comín-- ha valorado esas inquietudes, más allá de subvencionarle como editor.
Me cuentan que, el pasado martes le negó el saludo al delegado del Gobierno en Cataluña, Enric Millo, durante la gala del Catalán del Año, donde se premió al actor y director teatral Josep Maria Pou. Por cierto que el galardonado dio una masterclass de saber estar, de corrección política, ante quien se erige ahora como guardián de las esencias separatistas. Pou quiere conciliación y que nadie le tilde de mal catalán por no creer en la panacea independentista. Como media Cataluña, vamos. Torra en cambio da lecciones, pero de mala educación. Algo que también profesan el resto de miembros de Junts per Catalunya, que suelen girar la cara a los diputados del “tripartito del 155”, como así llaman los secesionistas a PP, PSC y Ciudadanos.
Un analista con varias legislaturas a sus espaldas cree que ser un político profesional y un advenedizo marca la diferencia. Y que a los de Junts per Catalunya se les nota la bisoñez política. Hacerle un feo a un dirigente del PP forma parte de esa gesticulación nacionalista que llevó a Artur Mas a firmar ante notario que no pactaría con los populares. "Estáis locos, es política, hay que pactar hasta con el diablo", le dijo un dirigente del PNV. Mas pactó finalmente dos presupuestos con el PP, mientras que Torra quiere diálogo, pero se niega a hablar con Millo. En fin.
Desde que el pasado 14 de mayo fue elegido presidente de la Generalitat, Torra se ha escabullido de la sesión de control del Parlament, pero no ha faltado a su cita con el 75 aniversario de la estación de esquí de La Molina, las 63 edición de Temps de Flors de Girona y, sobre todo, con la tribuna del Barça. Por no hablar de sus viajes al “exilio” de sus compañeros de lucha secesionista. Una agenda muy propia del mandatario de un “país sometido” o víctima de una “crisis humanitaria”, sin duda.
Este presidente por accidente acaba de descubrir que el Salón Sant Jordi del Palau fue redecorado durante la dictadura de Primo de Rivera y que las pinturas de Torres García fueron sustituidas. Y así lo comparte en las redes sociales. “Un tema que hay que resolver”, dice el pensador Torra. Solo recordar que medio Palau de la Generalitat pertenece a un falso gótico muy aparente, sí, pero muy fake. Como el gobierno paralelo que Carles Puigdemont quiere montar en Waterloo.
Torra y su nueva consejera de Cultura, Laura Borràs, solo rinden pleitesía a la CUP. Sus complicidades con los antisistema en las negociaciones para desbloquear la investidura fueron la comidilla de ERC y de PDeCAT. Ambos también tienen en común un pasado de tuits ofensivos con los españoles. De Borràs también se conoce su adhesión al manifiesto del Grupo Koiné, contrario al bilingüismo en una futura Cataluña independiente. Ejemplos de esa intolerancia a lo castellano son los compañeros de grupo parlamentario Gemma Geis (Girona) y Albert Batet (Valls), que en sendas ruedas de prensa protagonizadas esta semana demostraron serias, muy serias, dificultades para hablar en español. Para que luego digan que la inmersión ha sido un modelo de éxito.