Tiene guasa que Elsa Artadi, la dirigente que se mantuvo a las órdenes del Gobierno de Mariano Rajoy durante la aplicación del artículo 155, vaya ahora de guardiana de las esencias independentistas y critique el abrazo de Jordi Cuixart y Miquel Iceta en la toma de posesión de Pere Aragonès como presidente. Cabe preguntarse quién es Artadi, upper Diagonal de día, revolucionaria de noche, para decirle al presidente de Òmnium si puede/debe saludar con mayor o menor efusividad al ministro de Política Territorial. Y sobre todo, quién es Artadi para echar pestes del nuevo gobierno catalán. Ambas preguntas tienen la misma respuesta: la dirigente de Junts per Catalunya (JxCat) ya está en campaña. Y no solo para ser candidata a la alcaldía de Barcelona, sino ante un virtual nuevo adelanto electoral en Cataluña si, dentro de dos años, la CUP retira su confianza a Aragonès.

Artadi es la bala que Carles Puigdemont tiene en la recámara --con permiso de Laura Borràs-- para lograr que el sector duro de JxCat se rearme tras una travesía del desierto interior. Ya se sabe que los conversos suelen ser más radicales que quienes siempre han profesado una religión. El independentismo de Waterloo lo es y Artadi debe expiar sus culpas por haber crecido a la sombra de Andreu Mas-Colell, quien recientemente advertía de que ni hay hoja de ruta hacia la república catalana ni base social que la sustente.

Al igual que otros dirigentes secesionistas, como el propio presidente Aragonès, Artadi acepta los indultos con la boca pequeña. Debe ser difícil eso de ponerse divino con la amnistía siendo consciente de que la medida de gracia que apoya Pedro Sánchez supondría la excarcelación de los presos del 1-O. La legislación española no permite la amnistía, pero los indultos sí y están contemplados, tanto en la Constitución como en una ley de 1870. Y las diferencias son muy claras: el indulto supone el perdón --total o parcial-- de la pena, por lo que los condenados siguen teniendo antecedentes penales, mientras la amnistía implica el perdón del delito. Es decir, que los responsables del procés seguirán siendo culpables si el presidente Sánchez les concede la medida de gracia, a la que se opone el Tribunal Supremo.

Serán los expertos quienes deban pronunciarse sobre si las excarcelaciones son prematuras o no se ciñen al carácter excepcional de la medida. Pero partiendo de la base de que se trata de una previsión constitucional y de que una buena parte de los catalanes está más que harta del procesismo, la queja, el agravio y el cuestionamiento de las instituciones españolas, no es mala cosa restar argumentos a ese independentismo que se nutre del conflicto y del cuanto peor, mejor. El mantra de que a la represión solo se la combate con confrontación contra el Estado está latente. Aragonès intenta demarcarse de esta estrategia, mientras que Artadi y los fans de Puigdemont siguen viviendo de ella.

Sobre la función educadora de la cárcel, esto es, acerca de los efectos sobre el arrepentimiento que puede generar la reclusión, se han publicado numerosos manuales de Derecho Penal sin ninguna conclusión unánime. Por tanto, ¿no resulta más efectiva la pena pecunaria, la devolución de lo malversado en propaganda y estructuras de Estado inútiles? ¿No es mejor garantizar la devolución del dinero que, pagado con los impuestos de todos los catalanes, se dedicó a un desafío fracasado, divisorio y letal para la sociedad y la economía española? El Tribunal de Cuentas ha sido demoledor en esa exigencia económica. Y hay que aplaudirlo.