La reclusión genera majaras. La política es la mejor prueba de ello. Ahora que Alberto Garzón, ministro de las ocurrencias, se ha propuesto que la parroquia ni juegue ni apueste, proliferan las quinielas clandestinas sobre golpes de estado, cambios súbitos de gobierno, nuevos presidentes y cualquier cábala similar.

Si esa pudiera ser la mirada sobre el Madrid cortesano que se incendia de derecha a izquierda, en la Barcelona del regionalismo identitario la visión no es mejor. El prófugo Carles Puigdemont, enterradas sus majaderías por el Covid-19, solo reaparece de manera fugaz para hacer leña de Inmaculada Colau y su manifiesta metedura de pata festivo-balconil con la aquiescencia de Jaume Roures y su telaraña de complicidades político-mediáticas. Silencioso, claro, sobre la confirmación judicial de que su partido fue muy corrupto: ya saben, la mejor defensa es atizar a sus gregarios contra el adversario. Y, lo más paradójico, ¡le funciona! Hasta el antiguo presidente del Barça Sandro Rosell muestra en público el nivel de empanada política de la burguesía catalana durante décadas: votaría sí a una hipotética independencia de Cataluña, pero si se produjera se largaría del nuevo estado. Así, sin pestañear. Y las redes sociales, refugio de ociosos y radicalismos varios, vomitan odio y destrucción.

Convendría que nos lo hiciéramos mirar por profesionales de la salud mental. El problema de España en el futuro inmediato no es que Margarita Robles sea presidenta del Gobierno en sustitución de Pedro Sánchez. Ni tan siquiera que Cataluña plantee un nuevo órdago secesionista o que uno u otro bando del independentismo gane en las autonómicas. Lo que viene ahora es la reconstrucción de todo un tejido productivo noqueado por la súbita paralización de la actividad económica. Y lo que conviene es que eso se haga con celeridad máxima, consenso civil y partidario, sin burocracias gubernamentales ni intervenciones lentificadoras u otros inventos del TBO.

La literatura económica sostenía que para considerar que una economía entraba en recesión de manera oficial era necesario acumular dos trimestres consecutivos con decrecimiento del producto interior bruto. Hasta ese paradigma teórico ha saltado por los aires. Con un mes y medio alcanzamos lo que la historia nos obligaba a ganarnos en seis meses. Cuestión de profundidad. La reclusión y la clausura de muchas actividades propicia que más que recesión nos amenace una monumental depresión económica si no reconquistamos el empleo que se perderá, si no se empuja a las empresas y a los emprendedores a recuperar el tiempo perdido a máxima velocidad. Y todo ello hay que lograrlo en un difícil contexto: con una tasa de paro que marcará récords, una deuda pública fuera de control, una posición de credibilidad en discusión con nuestros socios europeos y el riesgo de una nueva depreciación de salarios como amenaza.

El gobierno, los políticos y los líderes empresariales deben por una vez ser compañeros de viaje en un cometido global: rearmar un país que se juega convertirse en un estercolero. Aunque tienen algún conocimiento macroeconómico, casi ninguno de ellos vive la microeconomía como antesala del drama económico y social en ciernes. No valen los buenismos ni es prudente extender falsas expectativas sobre la capacidad de un Estado para resolver de un plumazo lo que viene. No es momento para ocuparse más de la demoscopia personal que del bienestar colectivo. Cualquier solución a la crisis será coral o no funcionará. No caben aquí apriorismos ni sectarismos exclusivos.

En septiembre de 1960 la cadena de televisión ABC estrenó una serie de animación que combinaba la recreación de la clase media estadounidense en un pseudoentorno paleolítico. Los Picapiedra, entrañable producción infantil que acompañó a más de una generación, es la metáfora de lo que nos viene a corto plazo si no superamos algunas ideas de nuestros particulares Pedro y Pablo. Una sociedad acostumbrada a vivir con un nivel de confort nada desdeñable puede verse condenada a perder sus hábitos y costumbres gracias a una crisis sin parangón. La vuelta al troncomóvil en el que pedaleaban Vilma, Betty, Pedro y Pablo, vaya.

Que Sánchez está poco dispuesto a sentarse con sus opositores es un obstáculo. Le pasó incluso en su propio partido. Hasta Felipe González resurge de las catacumbas para recordarle que no hay momento más propicio para el pacto y el diálogo que el actual con la pandemia desatada. Ni los Pactos de la Moncloa, explica el expresidente, tenían tanta justificación para poner en común posiciones antagónicas como servicio a la sociedad. Ese intercambio de ideas, esa renuncia a posiciones sectarias y encastillamientos para sumar consensos, es lo único que puede situar a España de nuevo en el carril del siglo XXI, del que hemos descarrilado por accidente.

Convendría extender esa recomendación a muchos que no son políticos en el sentido parlamentario. Por ejemplo, esos sindicatos clásicos que resurgen cuando huelen desempleo en el horizonte pero que resultan inútiles cuando el país trabaja y topan con empresarios de éxito más progresistas que determinados liberados sindicales. Siguen fuertes sólo en sectores donde el patrón es público, donde pagamos todos. Sus dirigentes son tan ocurrentes como Los Picapiedra cuando proponen nacionalizar empresas con un manual de economía planificada soviética en una de sus manos. ¿Trabajaremos todos en ellas? ¿No se les ocurre algo menos anacrónico y viable?

Los chistosos dirigentes de CCOO y de UGT parecen un daguerrotipo colgado en la pared de una nave industrial del XIX. Viven de réditos y pilotan unas organizaciones que reivindican los derechos de quienes tienen empleo, pero resultan incapaces de aportar una sola receta solvente para combatir el paro. Por no insistir en que, además, son ruinosos empresarios cuando lo intentan en vivienda, viajes, asesoría jurídica laboral… Debieran ejercer con suma responsabilidad el papel constitucional de lobby (agente social se llama) porque en un país que discute hasta sobre la jefatura del Estado las centrales tienen menos futuro aún que la monarquía. Un declinar que se acrecienta cuando se meten en política, como les sucedió en Cataluña, donde dieron lastimosa cobertura al soberanismo durante años.

Era Chamberlain quien decía que para lograr la paz se necesitan dos, pero que para iniciar la guerra basta con uno solo. Deberían aplicarse nuestras élites en apearse del enfrentamiento si conservan una mínima vocación de servicio. Lo contrario nos llevará a pedalear como autómatas para mover el troncomóvil con el que estaremos condenados a desplazarnos por España tras la pandemia.