El presidente de la Generalitat, Quim Torra, anunció el final de la legislatura y se comprometió a convocar elecciones en Cataluña una vez salieran adelante los presupuestos autonómicos. Eso sucedió el viernes último, aunque todas las promesas queden relativizadas por la pandemia e incluso la propia aprobación parecía un velatorio de unas cuentas públicas que nacen inútiles para afrontar lo que viene.

La pregunta que hoy se hacen muchos ciudadanos es quiénes serán los encargados de pilotar la reconstrucción a la que estamos abocados. En Barcelona la incógnita tiene mucho que ver con cómo se organizará un independentismo gobernante, pero dividido. En Madrid se baraja un interrogante más utilitarista: ¿qué pasará en la política de la región que es el motor económico español y pieza clave en la gobernación general del país?

Es dudoso que Torra cumpla su palabra. Por fin ha sentido que preside algo. La crisis del Covid-19 le ha convertido en líder autonómico y responsable de cosas más serias que el inútil politiquerío de los últimos meses. Carles Puigdemont está silencioso en su retiro belga, porque nadie entendería que siguiera en estos momentos enrocado en su defensa de la autodeterminación (para eso ya cuenta con tontos útiles como Joan Canadell et altri), la hispanofobia y otras milongas mientras los cadáveres se cuentan por miles y la población no sabe si tendrá empleo mañana. Así que el presidente delegado en Barcelona se ha venido arriba con sus atribuciones reales a la vista y mientras el jefe descansaba en Bélgica en modo avión.

Torra es quien puede disolver el Parlament. Pero no tendrá prisa. A él y a sus acólitos les interesa que sea el Tribunal Supremo quien confirme la inhabilitación del president y, en consecuencia, se derive una convocatoria electoral automática. Ese automatismo puede demorarse más de lo previsto por la actual situación y tiene una virtualidad para los seguidores de Junts per Catalunya: la intervención del Supremo consolida el relato de que un tribunal español descabeza al máximo responsable de la primera institución catalana.

ERC tiene otras claves. Sus ideólogos preferirían que las elecciones no tardaran. Tienen más presente la necesidad de reconstruir todo lo que se hunde con la crisis. En la medida que les toca administrar las finanzas públicas de la Generalitat y son los responsables de carteras como Salud, Economía, Finanzas y Trabajo, entre otras, tienen una visión más pragmática. No renuncian a sus planteamientos soberanistas, pero están dispuestos a hibernarlos mientras la situación sea de apuro económico y social. Con su actuación en el Congreso, absteniéndose en la última votación del estado de alarma, han demostrado más aprecio por la democracia que sus socios catalanes del independentismo derechón. La tregua de Oriol Junqueras, vamos.

Tampoco Pere Aragonés y los suyos están dispuestos a que el relato sobre el Supremo les aminore las posibilidades de ganar por primera vez unas elecciones autonómicas de manera clara y con posibilidades de formar un gobierno sin exceso de hipotecas con sus compañeros de aventura. Con la demoscopia en la mano siempre arrancan como vencedores electorales, pero la resistencia de Puigdemont y la antigua Convergència les tiene tan martirizados como sorprendidos.

Cualquiera que sea la fecha de visita a las urnas, lo más probable es que la reconstrucción de Cataluña alumbre alianzas políticas que quiebren los bloques. Ni independentistas ni constitucionalistas contarán con suficiente apoyo para gobernar el nuevo escenario y en ambos hemisferios de la sociedad catalana se admite que la necesidad de consensos a partir de la pandemia excederá lo puramente parlamentario. Resultará imposible triunfar en la misión de futuro si se margina a una sociedad civil que, aunque desencantada y desconfiada con la política, tiene un nivel de exigencia elevado y un cabreo popular radicalizado.

Hay quien escribe que esta crisis no afectará al vigor del independentismo. Parece más un desiderátum que el fruto de un análisis concienzudo. Será imposible hallar a uno solo que termine indemne tras esta situación, sin perder unas cuantas plumas en la crisis. El desmoronamiento de muchos paradigmas inamovibles en décadas ya es un hecho incuestionable y la deconstrucción de las certezas de toda una generación no ha hecho más que comenzar. A los que gobiernen Cataluña en el futuro les tocará invertir ese proceso y reconstruir. Si para España se baraja un sucedáneo de los Pactos de la Moncloa, el pacto entre las dos Cataluñas es hoy más necesario y útil que nunca.