Era ya otro país. No lo quisieron aceptar. Es una realidad diferente, con la que se debe poner en pie otro discurso, otro modelo social. Gustará más o menos, provocará añoranza, tristeza, pero es la vida. Las palabras no son exactas, pero recuerdo el significado de sus explicaciones y los gestos del historiador Joan Lluís Marfany al relatar esas ideas, en una conversación sobre su libro Nacionalisme espanyol i catalanitat (Edicions 62). Marfany se refería a la evolución de Cataluña, a los años cincuenta y sesenta, cuando los españoles del resto de España se trasladan a Cataluña por cuestiones laborales, cuando se conforma una sociedad nueva, aunque ya había experimentado importantes cambios desde los años veinte, con las primeras oleadas de inmigrantes.

Hay muchas interpretaciones, y buenos deseos para contar esa historia. Y podía haber acabado bien, si los defensores de la Cataluña primigenia se hubieran olvidado de sus lamentos y añoranzas. Pero todo camina en dirección contraria.

Si observan con atención el rostro de Quim Torra verán a un hombre nostálgico, que vive con Prat de la Riba, en un apartamento alquilado, que dialoga con él y es capaz de ofrecer consejos al presidente de la Mancomunitat. Torra no está sólo. Unos cuantos iluminados creen que todo es todavía posible, que el Noucentisme no acabó, que sigue vigente, y que ya toca culminar el proyecto político: un país moderno, al estilo germánico, con una lengua catalana que brilla, con un pueblo culto, todo ordenado, frente a ese pueblo español que languidece, patán, que no sabe comportarse, que no está a la altura de las democracias avanzadas.

Pero es que todo eso ya pasó. Es que la sociedad catalana evolucionó, con influencias distintas, con aportaciones de muchas latitudes, y es, ahora, una sociedad, sí, moderna, que pide que se protejan los derechos individuales y se le deje a cada uno ser como es. El Noucentisme, señores y señoras, desapareció, fue fruto de una época, crucial para Cataluña, eso que nadie lo olvide, pero pasó señor Quim Torra. Deje de discutir con su amigo Prat de la Riba o con sus compañeros invisibles de Acció Catalana, el partido que surgió a partir de la Lliga. Señores y señoras independentistas, dejen la historia ya, para los profesionales y para los estudiantes. Todo eso hay que conocerlo, sí, pero ya no vale aplicar, como dicen ahora los independentistas sobre el Gobierno español en relación a la situación vasca y catalana, la plantilla del Noucentisme, que Jordi Pujol prorrogó desde 1980.

Y es que, aunque pese, no se trata de demonizar nada ni ninguna idea. Pero es la propia idea del independentismo la que es un error. Sí, ¿independencia de quién y para qué en 2018? Cataluña ya no será la Cataluña primigenia que añora Torra. Cuanto antes reaccione toda esa intelectualidad que ha vivido y vive del procés, cuanto antes rectifiquen los políticos independentistas, cuanto antes sepan ver que la aventura de Puigdemont ha sido un verdadero desastre, más ayudarán a todos los catalanes, a los que leen con pasión las aventuras de la penya de l’Ateneu y a los catalanes que, siendo respetuosos con el sentimiento comunitario, lo que desean es desarrollar sus vidas como hombres y mujeres con derechos y obligaciones, libres, en un país democrático y poco más.

Tal vez, lo que Cataluña no ha sabido incorporar es una corriente liberal, que prime la idea de ciudadanía, que exija a sus gobernantes que gestionen con rigor, y dejen de soñar ya en proyectos superados por el tiempo, amarillentos, que descansan en viejos papeles que Torra ha estudiado y ha editado con pasión. Está muy bien para pasar una tarde agradable, con un buen puro --aunque yo no fumo-- pero puede ser ya nefasto para los intereses de los ciudadanos que Torra y sus amigos, y el hombre de Berlín, dicen defender. No, no puede ser ese el camino, el de un señor, Quim Torra, que sólo piensa en lo auténtico, en un país de catalanes-catalanes --es una distinción muy clara que algunos entenderán-- dispuestos a hacer realidad sus sueños disparatados.