La constitución de la Mesa del Parlament con la activista y flamante funcionaria Laura Borràs como presidenta permitía aventurar un pacto cerrado --o casi-- entre ERC y JxCat para la formación del nuevo Govern. Apenas 18 días después queda claro que no era así, que los republicanos entregaron la dirección de la Cámara a los neoconvergentes a cambio de nada. Y no se entiende cuáles pueden ser las razones de esa ingenuidad.

Es probable que ERC considere que el tiempo juega en su contra, que cuanto más se dilaten los plazos, menos posibilidades tendrá de conseguir un pacto favorable a sus intereses, incluso que tenga miedo de una repetición electoral. Pero en todo caso la sensación que genera es la de un aficionado permanentemente amedrentado por su rival.

Las dos sesiones de investidura han sido la representación de un maltrato monumental del tercer partido en resultados de las elecciones del 14F hacia el segundo, un zarandeo de Borràs a Pere Aragonès que ambos políticos podrían representar a las mil maravillas en un escenario. Una seño mandona que, condescendiente, se mofa de las iniciativas del muchacho al que saca dos cabezas mientras le sacude.

Pero lo peor de estas dos últimas entregas del espectáculo parlamentario catalán es que se ha convertido definitivamente en un juego privado, entre ellos, los independentistas, los dueños y señores de Cataluña, en el que el resto de los ciudadanos apenas figuran como decorado. Ya lo dijo Ernest Maragall en la sesión constituyente de la 12ª legislatura dirigiéndose a quienes habían ganado las elecciones: “Aquest país és nostre”. Su cortijo.

Y así es. Los 1.336.291 catalanes que votaron a favor de partidos no independentistas el 14F tienen que ver y soportar cómo los diputados que representan los 1.366.044 sufragios que apoyan la separación de España usan el Parlament a su antojo, como si el resto no existiera. Alejandro Fernández les preguntaba ayer por qué no abandonan del Congreso cuando habla la gente de Vox y sí lo hacen aquí. Pues es muy sencillo, porque esta es su casa, donde solo mandan ellos, hacen lo que les da la gana y se permiten despreciar a los 218.121 catalanes que han votado a la extrema derecha. 30.000 votos más, por cierto, de los que han votado a sus socios de la CUP.

Más allá de las bravuconadas y los esperpentos, la realidad política catalana es muy dura. Se sustenta en unas reglas del juego que dejan indefensos a los ciudadanos no nacionalistas. En diciembre de 2017, las formaciones respetuosas con la Constitución obtuvieron 2.228.421 votos, 150.000 más que los partidos independentistas. La ley electoral hizo que, pese a esos resultados, el bloque indepe se adjudicara 70 diputados, cinco más que el otro. En el 14F, los indepes han superado en 30.000 votos a los constitucionalistas, pero han conseguido 13 diputados más: 74. O sea, se podría decir que cada uno de esos 13 escaños solo les han costado 2.307 votos.

Para que los no nacionalistas puedan ver respetados sus derechos en la misma medida que los nacionalistas deben hacer un esfuerzo mucho mayor, y no parece que sea fácil. En el 14F la abstención aumentó en 28 puntos respecto al 21D, lo que se tradujo en una caída del 40% en los resultados del constitucionalismo, y al nacionalismo le restaba el 34%. Mientras los votantes unionistas, como les llaman los lacis, sean poco sensibles a la autonomía y las reglas del juego sigan trucadas este país no podrá salir del bucle del ensimismamiento nacionalista en el que nos han metido.