El juicio del procés ofrece estos días una perfecta radiografía de la situación en el cuerpo de Mossos d’Esquadra, politizado por culpa de una perversa correa de transmisión independentista que comienza en una cúpula inepta y acaba en los agentes de base, sometidos a la discriminación ideológica de una oscura División de Asuntos Internos.
El Tribunal Supremo escucha esta semana las testificales de los comisarios Ferran López y Joan Carles Molinero. Ambos estaban llamados a sustituir a Josep Lluís Trapero, procesado por el 1-O, al frente de la policía autonómica. López, responsable de los Mossos durante la aplicación del 155, fue depurado por el nuevo directorio de Miquel Buch, el nuevo consejero de Interior enchufado en uno de los departamentos más sensibles en pago a sus servicios prestados como presidente de la asociación de alcaldes convergentes (ACM); fervoroso entusiasta de esa república que no existe, como después le recordaría un mosso, exportero de discoteca y semianalfabeto en lides policiales.
De ahí la ineptitud citada antes de una cúpula de Interior que tiene como número dos al pirómano de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA), Brauli Duart –los trabajadores de TV3 brindaron por su marcha--, y cuenta con asesores cuyo único mérito es compartir batallas secesionistas con Buch.
López antepuso profesionalidad a cualquier tipo de consigna política. Lo mismo que Molinero, un mando con amplia trayectoria quien, según sus allegados, simpatiza con el independentismo, pero nunca ha dejado que sus convicciones políticas empañen la labor de sus operativos. También fue descartado por Buch como relevo de Trapero.
Sin embargo, los grandes damnificados de esas purgas se encuentran en mandos inferiores y agentes de base. La politización de Buch y Joaquim Forn --en su caso por un breve pero intenso lapso de tiempo--, ha azuzado el enfrentamiento entre los policías que pisan la calle, los que se juegan la vida, los que dan la cara en manifestaciones y altercados. Los que no entienden de procesos rupturistas, pero sí de la necesaria coordinación entre cuerpos policiales en un ámbito como la seguridad ciudadana, donde es necesario tener la cabeza muy fría, contribuir al compañerismo y relegar determinados sentimientos.
No es anecdótico que la sede del Departamento de Interior y las comisarías estén llenas de lazos amarillos, banderas independentistas y fotos de los llamados “presos políticos”. Esos símbolos obligan a los policías a tomar partido, nunca mejor dicho. El activismo del jefe de los Mossos independentistas, Albert Donaire, ha creado escuela entre determinados mossos en forma de mensajes de odio en las redes sociales hacia los compañeros “constitucionalistas”.
Éstos renunciaron al silencio y también han adoptado una posición proactiva, denunciando esa asfixiante presión secesionista. Lo han hecho a costa de jugarse su puesto de trabajo. El caso de la cabo Inma Alcolea –tres medidas cautelares, dos traslados y suspensión de empleo por llamar "golpistas" y "Genestapo" a la cúpula de Interior— resulta emblemático. Sobre todo si se tiene en cuenta que, por el contrario, frases del tipo “España fascista”, “nazis”, “jueces de mierda” o “el poder de España todavía recae en manos de los herederos de Franco” escritas o pronunciadas por mossos secesionistas no han ido acompañadas de medidas disciplinarias. Como tampoco que un agente de la policía autonómica se enfrentara a un grupo de guardias civiles, como se ha sustanciado en el juicio del Supremo, donde en los próximos días, ya en la fase documental, se visionarán vídeos en los que aparecen binomios –parejas— de mossos aplaudiendo y dando apoyo al referéndum el 1-O.
El responsable de ese doble rasero es el director general de la Policía, Andreu Joan Martínez, que añade más leña al fuego procesista haciendo la vista gorda con las soflamas indepes mientras expedienta a quienes critican la carga ideológica de su departamento.