Se estrena Patria, la serie televisiva basada en la novela, superventas, de Fernando Aramburu, de nombre idéntico. Basada en los años de plomo del País Vasco, tanto la obra literaria como la producción audiovisual se adentran en la dificultad emocional de vivir en una Euskadi fragmentada, dividida y acobardada por el efecto de un nacionalismo insaciable e incapaz de ejercer en política el noble arte del diálogo.
Recordar los episodios de esa obra de obligada lectura nos trae a la memoria cosas que suceden en Cataluña. Sálvense las distancias geográficas y sociales y será fácil entender que el miedo catalán no dista, en esencia, de lo acontecido en el norte de España durante años.
Tortell Poltrona, polémico pregonero de la Mercè, tenía razón. Quienes viven en Cataluña y no emplean el catalán como primera lengua profesional y social son unos inadaptados. El payaso no se equivocaba. El nacionalismo catalán ha conseguido que personas con el castellano como lengua materna acaben relacionándose entre sí en catalán. Eso sucede porque nadie quiere aparecer como un ser extraño por razones lingüísticas. Además de inadaptados, como los definió, se trata de catalanes cobardes. Es uno de los miedos que en Cataluña prolifera desde hace décadas, justo a partir del momento en que el nacionalismo se apoderó del poder político y, con diferentes formulaciones o alianzas, consiguió convertir el uso de la lengua española en un motivo negativo de diferenciación social.
Desde la transición, Cataluña ha sido sociológicamente de izquierdas. Entre otras razones, la que más pondera es la gran cantidad de movimiento obrero que siempre ha existido en un territorio de raíz industrial. Tanto en los años en los que el PSUC fue predominante en el área metropolitana y en los principales ayuntamientos, como en los posteriores en los que el PSC recogió el guante, los catalanes se consideran gente progresista, aunque voten a una derecha nacionalista de perfil muy conservador en lo referido a la economía. Le votan o se abstienen, depende del momento, para que sus seguidores emocionales e identitarios le proporcionen respaldo en las urnas, situación que, al final, les permitió gobernar durante décadas.
No hay ningún catalán, aunque votara a Convergència o a ERC, que se considere conservador. Al contrario, las clases medias urbanas y rurales del territorio piensan que, aunque defiendan posiciones económicas inequívocamente derechonas, son los más avanzados socialmente de Europa. Dar la espalda a ese mantra instalado en el acervo colectivo es otro de los miedos catalanes. Nadie, absolutamente nadie, quiere aparecer como un facha que habla castellano, cree en el proyecto colectivo español o pone supuestamente barreras a derechos tan puros (como falsos) en una democracia como el de decidir o autodeterminarse de forma colectiva. De hecho, ser catalán parece haberse convertido en sinónimo de demócrata de alta calidad. A pesar, eso sí, de que muchas posturas, rayanas en el supremacismo, la xenofobia o la exclusión al diferente, puedan encasillarse, sin rubor, en la ultraderecha más rancia y casposa.
El miedo es libre, está en un montón, y cada quien se lleva el pedazo que quiera. Los catalanes nos hemos hecho con un buen saco individual cada uno hasta el punto de que somos los ciudadanos españoles más temerosos, quizá solo comparables con los vascos. Aplaudan a Jordi Pujol, que fue el ingeniero social de ese comportamiento. Y repasen Patria, donde verán cómo el miedo y el silencio actúan de forma cómplice.
En ese contexto, llega a la cúspide de la capital catalana una actriz tan superficial y conspiradora como Ada Colau y triunfa. ¿Cuál es la razón? Sencillo: por los miedos barceloneses, que no distan, en esencia, de los del resto de Cataluña. Todos quieren ser unos progres de máxima calidad y promover papeles para todos, vivienda para todos y, al final, populismo para todos. Demagogia de podio auspiciada por esa actitud temerosa del barcelonés frente a cualquier corriente de opinión que ponga en cuestión su pureza democrática y progresista. Aunque se trate de un representante de las clases medias urbanas, acomodadas y conservadoras en lo económico, nadie quiere rebelarse ante lo políticamente correcto para un nacionalismo tan invasor como insaciable. Ese espíritu fue el que llenó las manifestaciones soberanistas hace no demasiado tiempo. Y, colectivamente, nos tragamos el sapo de los bolardos inexistentes primero, alucinantes después, del modelo de ciudad sin turismo (que se fijen ahora sus defensores en la muerte súbita económica que supone) o de las falsas batallitas para tener entierros gratuitos, agua regalada o dentistas por la cara.
Muchas voces locales se jactan de la supuesta valentía catalana en sus reivindicaciones y actuaciones. Pero, analizado a pie de obra, quizá la verdadera fisonomía del catalán medio es la de alguien extremadamente cobarde, incapaz de plantar cara a quien le miente en nombre de una modernidad diferencial galáctica. El catalán emprenyat (enfadado) es realmente un catalán acobardado, pusilánime y temeroso. Y esa condición es la que justifica, explica y permite interpretar los últimos tiempos. No le demos más vueltas, es puro pavor revestido de simulada gallardía.