Es significativo que la mayor crisis entre ERC y JxCat haya estallado en vísperas del quinto aniversario del 1-O, un hito que los independentistas pretenden rememorar como una victoria, pese a que fue un rotundo fracaso para sus intereses.
De hecho, algunos dicen que los catalanes celebramos derrotas, en referencia al 11S y al 1-O. Pero no es exactamente así. Sería más apropiado decir que los catalanes nacionalistas celebran las derrotas del 11S y el 1-O, mientras que los catalanes constitucionalistas celebramos las victorias del 11S y el 1-O.
Sea como fuere, el divorcio entre ERC y JxCat se ha ido gestando a lo largo de mucho tiempo, y el referéndum fallido del 1 de octubre de 2017 fue un punto de inflexión en esa relación contra natura.
La implacable y ejemplar actuación de la Policía Nacional y de la Guardia Civil aquel domingo bajo mandato judicial dejó claro (junto a la posterior aplicación del 155 y la condena a los líderes del procés) que la secesión es inalcanzable.
Aquello empujó a ERC hacia el pragmatismo. Bueno, pues molt bé, pues adiós a la independencia, dijeron sus dirigentes. Y, desde entonces, han suavizado su discurso y se han centrado en acaparar las mayores cuotas de poder posible.
En realidad, sus socios y archienemigos de JxCat también se han dedicado a lo mismo en este tiempo: pillar o mantener tanto poder como sea posible. Pero en su caso, sin templar las arengas.
Ambos saben que el procés ha sido un fracaso sin precedentes, que un referéndum secesionista es inviable y que la independencia de Cataluña es imposible. Digamos que son mezquinos pero no idiotas.
El problema es que siguen encerrados en sus argumentarios de parvulario y que ni ERC ni JxCat se atreven a decirle la verdad a los suyos, no se atreven a confesar públicamente a sus secuaces que les engañaron desde el primer momento.
Y, así, esperando que el otro quede como botifler, como traidor, han llegado a una situación insostenible, hasta el asombroso punto de poner en peligro sus prebendas. Unas codiciadas canonjías que alcanzan a cientos y cientos de asesores cómodamente instalados en los recovecos más insospechados de las administraciones.
Ahora, JxCat se ha quedado con el pompis al aire. Si no salen del Govern, se habrán tragado con patatas la humillación del cese de Puigneró por parte de Aragonès. Si se marchan, muchos de los suyos se quedarán sin trabajo y con pocas posibilidades de ser recolocados. Es un lose-lose para la formación controlada por Puigdemont, que dejará la decisión final en manos de la militancia a través de una consulta convocada para dentro de una semana.
El esperpento es tal en el mundo nacionalista que lo más sensato que se vivió ayer fueron los mariachis que algún gracioso envió a la sede de JxCat para alegrarles la jornada.
Y es que la decadencia del procés ha degenerado en un espectáculo grotesco del que –lamentablemente para sus protagonistas– es probable que aún no se haya escrito el último capítulo.