La expresidenta del Parlament Laura Borràs ha sido condenada por el TSJC a cuatro años y medio de prisión y trece años de inhabilitación por falsedad en documento oficial y prevaricación. Es decir, por corrupción.
Sin embargo, el propio tribunal, presidido por el magistrado Jesús María Barrientos, en la misma sentencia propone al Gobierno que indulte a Borràs parcialmente. Lo suficiente como para que no entre en la cárcel.
Los argumentos de la sala para solicitar el perdón de Borràs son que la pena de prisión impuesta –aunque reconocen que no puede ser menor que la indicada– les parece “desproporcionada y excesiva para la realidad que subyace en los comportamientos ya calificados invariablemente como típicos y delictivos”.
Dice el tribunal presidido por Barrientos, que la condenada no se lucró con su actividad delictiva, ni generó perjuicio económico a la Institución de las Letras Catalanas. Y que “la ejecución de esta concreta pena de prisión no es necesaria para evitar la comisión futura de nuevos delitos”.
No me cabe duda de que la petición del indulto por parte del tribunal ha causado estupor en buena parte de la ciudadanía. Al parecer, para el TSJC, la corrupción de la presidenta de Junts per Catalunya es pequeñita, poca cosa, corrupcioncita. A Barrientos solo le ha faltado calificarla de “trapis”, como decía Isaías Herrero, el compinche de Borràs.
El texto de la sentencia es inaudito. El tribunal insiste en que los cuatro años y medio (y un día) es lo mínimo que, según las leyes, le puede caer a la presidenta de Junts per Catalunya por lo que hizo, pero, vamos, que le da pena que vaya a la cárcel por ello.
Los juristas consultados por Crónica Global consideran que una petición de indulto como esta es poco habitual, anómala, contradictoria y sin precedentes. Por no hablar del ejemplo que supone para la lucha contra la corrupción.
Ahora (una vez la sentencia sea firme, lo que puede alargarse durante meses si alguna de las partes recurre), el Gobierno será quien tome la decisión sobre el indulto. Una decisión política de un Gobierno que sustenta su supervivencia en los independentistas de ERC y que se vanagloria de aplicar la estrategia del contentamiento y de la desinflamación (es decir, de cesiones continuas y paños calientes) con el nacionalismo catalán en general. Está claro lo que ocurrirá.
Parece evidente que, con esta sentencia, la lucha contra la corrupción es hoy menos creíble que ayer; la batalla contra la extrema derecha es hoy más complicada que ayer; el Estado de derecho es hoy más débil que ayer, y España es hoy un país donde merece menos la pena vivir que ayer.