Qué bien, qué bonito fue. Qué jolgorio, qué libertad. Los mayores brindan y recuerdan el mayo francés. Han pasado 50 años. Y, aunque nunca se puede desdeñar la capacidad de una generación de mover las cosas, de agitar las aguas, las consecuencias de aquella revolución en el París de todos nuestros sueños han acabado siendo perjudiciales. Esclavos del mayo francés de 1968.

Los derechos individuales, se dirá. Sí, son importantes. Un liberal nunca los debería criticar. Pero todo buen liberal también sabe que lo más importante en una sociedad es la capacidad que tenga para garantizar la igualdad de oportunidades. Esa debería seguir siendo la lucha de la izquierda, al margen de la correspondiente distribución de la riqueza, y de la derecha, porque ahí existe un gran punto de encuentro.

En el París del 68 los estudiantes estaban más preocupados por la hora de cierre de las residencias que por las prácticas de los obreros industriales

Sin embargo, la izquierda se perdió en esa defensa de los derechos individuales, de la protección de las minorías, de la atención a las minorías de orientación sexual. Lo colectivo, lo que antes se llamaba clases sociales, todo eso ha quedado muy anticuado. Pero no por no nombrarlo, no por esconderlo, ha dejado de existir. En las sociedades hay conflicto, porque no todos los colectivos quieren ni necesitan lo mismo. Y no pasa nada por admitirlo. Se trata de gestionarlo y de defender las posiciones.

Pero nos quedamos en París. Varios trabajos académicos abundan ahora en ello. Marc Lilla, catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia, y articulista en The New York Review of Books lo ha explicado en El regreso liberal, más allá de la política de la identidad (Debate). Lilla se refiere al liberalismo estadounidense --lean socialdemocracia europea-- y sentencia que el fracaso ha sido absoluto. Todo el debate sigue girando sobre las ideas republicanas, sin capacidad, por parte de los liberales, de presentar un discurso alternativo. ¿Por qué? Porque las respuestas liberales, promocionadas por las universidades progresistas se han centrado en cuestiones relacionadas con la identidad, alejándose de los votantes. Ya no se apela a la sociedad en su conjunto, ya no se propone una visión de un futuro común.

Eso ya lo había advertido el historiador Tony Judt, en el libro Algo va mal (Taurus), que deberían llevarlo en los bolsillos todos los políticos que pretendan decir algo coherente y con sentido, en tiempos en los que priman las respuestas populistas. Dice Judt que, bajo el paraguas del marxismo, pero sólo como una cobertura retórica, la izquierda se fragmentó y perdió todo sentido de un propósito común. “Los movimientos estudiantiles de izquierda estaban más preocupados por la hora de cierre de las residencias de estudiantes que por las prácticas de los obreros industriales; en Italia, universitarios de clase media alta pegaron palizas a modestos policías en nombre de la justicia revolucionaria... Las protestas [...] carecían de cualquier sentido de propósito colectivo y, más bien, se entendían como extensiones de la expresión y la ira individuales”.

¿Por qué las clases medidas no se atreven  y toman riesgos en beneficio del conjunto?

¿Y qué pasó? Pongamos un caso práctico, como se ha escrito en Crónica Global y defienden expertos como el expresidente del Círculo de Economía, Antón Costas. Si lo que prima es el derecho individual, la salvación personal, el "derecho a decidir", las llamadas clases medias, indispensables en cualquier país que quiera mantener una cierta cohesión, buscarán el mejor colegio para sus hijos. Es lógico. Parece razonable. ¿Pero qué pasa con los que no pueden elegir, ni tienen recursos para saber si pueden o no elegir? ¿En qué momento se piensa en lo colectivo, en la necesidad de que los colegios, por ejemplo, sean el reflejo de una sociedad plural, el mejor pasaporte para que en el futuro funcione la integración? La educación es el destino, dice Costas. ¿Por qué esas clases medias no se atreven y toman riesgos en beneficio del conjunto?

Si no hay interés por lo colectivo, porque aquellos jóvenes difundieron valores individuales --París, qué recuerdos--, ¿cómo podrán recuperar sus posiciones de centralidad lo partidos de izquierda que defendían esa cohesión social? Luego se llora y se lamenta lo perdido. Y se critica a una derecha que tiene aspiraciones más limitadas --una buena gestión económica y a jugar-- sin pensar que la batalla se comenzó a perder hacer 50 años. Esclavos del mayo francés. Qué divertido fue, aunque después ganara De Gaulle.