Hace unos días, al entrar en un taxi vi que el conductor llevaba la mascarilla en la garganta y mantenía las cuatro ventanas cerradas. Ya en marcha, y tras preguntarle si no pensaba ponérsela, se avino y quiso tranquilizarme: “Bueno, no pasa nada; solo si algún policía me ve puede llamarme la atención.”

Más allá de la sorpresa que me causó el hecho de que la compañía del taxi me hubiera avisado de la llegada del vehículo recordándome precisamente que usara el cubrebocas cuando su empleado no lo hacía, lo que realmente chocaba es que el chófer se lo tomara como el que circula a 95 kilómetros por hora cuando el límite son 90. O sea, la banalización de una enfermedad que se ha llevado por delante a casi 90.000 personas en España en algo más de año y medio.

Es posible que esa trivialización tenga algo que ver con la desgana con que parte de la población contempla ahora las vacunas. Un asunto del que hemos hablado tanto que ya nos aburre, del que pasamos y al que empezamos a acostumbrarnos --alguien ya lo predijo-- como hemos hecho con las muertes en la carretera.

Sin alarmas, pero con rotundidad, se deben tensar las cuerdas de los mecanismos de prevención ante la pandemia porque nadie puede asegurar que esté controlada ni que una sexta ola sea imposible. Casi el 50% de los españoles vería bien la obligatoriedad de la vacuna, algo que ha empezado a aplicarse en varios países europeos para los empleados públicos, como en Francia. Italia no la impondrá, pero antes de un mes nadie podrá acudir al trabajo sin acreditar su inmunización.

Como en tantas otras cosas, los españoles somos más timoratos que nuestros vecinos. Nadie del sistema sanitario catalán se atreve a dar un paso a favor de la exigencia del llamado pasaporte Covid para entrar, por ejemplo, en discotecas, la fórmula que según la policía, Ada Colau y la propia industria del ocio nocturno mitigaría el problema de los botellones y sus contagios.

El Tribunal Supremo ha abierto una puerta --estrecha, es cierto-- al autorizar a la Xunta de Galicia a que pueda exigirlo en ciertos momentos y en las zonas más castigadas. Los argumentos de los magistrados sobre la protección de la igualdad, la intimidad y los datos sanitarios son inauditos, francamente; de juzgado de guardia. Marear la perdiz de esa manera convierte una cuestión muy seria en algo fútil. Aunque sea involuntariamente, de algún modo ofrece cobertura a todos los taxistas del mundo.

¿Cómo es posible que nos pongamos estupendos sobre los datos de la vacunación de una persona si una parte muy importante de los españoles --seguro que todos los miembros del Supremo-- llevamos tatuadas en brazos y piernas las señales de que en la infancia fuimos protegidos con vacunas de ciertas enfermedades que entonces eran pandémicas? En 1980 se dejó de administrar la de la viruela, que dejaba aquel sello perenne tan característico en la piel y que tantos de nosotros aún llevamos.

Tras conocer la sentencia gallega y después de pensárselo mucho, Pere Aragonès se atreve finalmente a prometer el uso del pasaporte en caso de que vuelvan a repuntar los contagios para evitar otras medidas más drásticas. Pero, ¿dónde está el problema para aplicarlo cuando más del 70% de la población ya tiene la pauta de vacunación completa, un pequeño porcentaje se resiste, 180.000 catalanes han pasado el coronavirus en los últimos seis meses y una parte de los ciudadanos ha adoptado la actitud displicente del taxista de marras? Mientras más de 20 países europeos lo exigen de una forma u otra, aquí no se puede poner como condición para ir al gimnasio, al restaurante o al bar hasta que una nueva ola sature los hospitales. Miles de dosis se echan a perder en las neveras de la sanidad catalana mientras el Govern no se atreve a presionar a la gente para que acuda a vacunarse. Es de locos.