El relato catalanista de siempre, el que ha tenido en cuenta que la modernización de España era una buena cosa para Cataluña y que lo mejor que podía suceder es que hubiera siempre una buena conexión con los centros de poder del Estado, el que defendía que había que implicarse en la gobernación de España, resulta que ahora se construye desde Valencia. Es una gran paradoja. La política catalana y la valenciana han ido casi siempre desacompasadas, y con relaciones institucionales difíciles. Fue Jordi Pujol quien trató de establecer buenas relaciones con los gobiernos del PP y mantuvo entrevistas de carácter privado con el presidente valenciano Eduardo Zaplana. Años después, el presidente Francisco Camps mantuvo un primer encuentro con un presidente catalán, José Montilla, en 2009, tras cinco años al frente de la Generalitat valenciana. Los encuentros bilaterales no se producían desde 2002, constatando que las dos comunidades habían vivido de espaldas, desde el punto de vista institucional, a pesar de la estrecha relación económica que mantienen.
Ahora, el socialista Ximo Puig rompe ese marco, convencido de que ha llegado su momento, porque nadie en Cataluña quiere ejercer el liderazgo autonómico. Convencidos los independentistas de que la creación de un Estado propio estaba al alcance de la mano, ahora no saben cómo aterrizar y cómo manejar un Estado autonómico en el que Cataluña había brillado con luz propia. Todos los avances en el modelo de financiación autonómica --todos-- se habían logrado a partir de propuestas de la Generalitat de Cataluña. Si Macià Alavedra consiguió la cesión del 15% del IRPF para todas las comunidades, en 1993 --con el consejo y las pautas del catedrático de Hacienda Pública Antoni Castells, que más tarde sería consejero de Economía--, otros políticos de CiU, como Joaquim Molins, irían perfeccionado el modelo, hasta el último sistema, vigente entre 2009 y 2014, que negoció el propio Castells.
Sin embargo, ahora no hay nada. Ni gestión, ni propuestas, ni modelos alternativos. Nada. Y Ximo Puig ha visto que puede buscar un hueco como líder de esas mejoras autonómicas, financieras y políticas, aunque es muy consciente de que necesita el apoyo y la colaboración de Cataluña. De hecho, sabe que sin Cataluña será muy difícil que el resto de comunidades puedan lograr un nuevo modelo.
Eso se constató en una especie de celebración de lo que fue y se espera que sea en algún momento en el Círculo de Economía. El lobi empresarial, que preside Javier Faus, y que se puede convertir en la gran referencia para una reconversión de España, tras la pandemia del Covid --más productiva, y más cohesionada desde el punto de vista territorial-- se abrazó a Ximo Puig para evidenciar que la llamada vía valenciana no es otra, ni puede ser distinta, a la vía catalana que siempre ha defendido el catalanismo. No se trata de volver al pasado, sino de recuperar la senda constructiva que ha caracterizado a la Cataluña contemporánea.
El gran problema es que esa vía valenciana se aplaude como si supusiera un gran descubrimiento. La clase empresarial catalana habla ahora de la “única salida”, y aplaude a Ximo Puig, olvidando que en los años clave del proceso independentista prefirieron mirar para otro lado. Hubo algunas excepciones, pero no se atajó en los momentos determinantes un proyecto que no iba a ninguna parte. La seducción de Artur Mas --que ahora se antoja incomprensible-- fue notoria y se dejó hacer, pensando que Mas acabaría logrando avances espectaculares en su negociación con el gobierno del PP que presidía Mariano Rajoy, a cuenta de la demanda de un referéndum de autodeterminación y del inexistente derecho a decidir.
Ahora todo son alabanzas a la vía valenciana, que no consiste en otra cosa que establecer una gran complicidad entre el poder político y una clase empresarial que lo que quiere es solucionar los cuellos de botella del modelo productivo español, que busca un mayor bienestar para la sociedad y que reclama medidas efectivas. En la Comunidad Valenciana Ximo Puig preside la Generalitat y cuenta con el apoyo de un empresario de verdad como Juan Roig.
Y en Cataluña, ¿quién establecerá esas buenas conexiones con el tejido económico que lo que quiere es salir de la crisis que ha provocado la pandemia con un modelo más fuerte, con una sociedad más cohesionada, dejando de lado lo superfluo que supone el debate eterno de las identidades?
Por ahora, lo que parece claro es que la capital de Cataluña es Valencia. La historia nos puede enseñar. Cuando Cataluña entró en decadencia, el relevo lo tomó Valencia, en los siglos XV y XVI. Y la literatura en lengua catalana aún vive de autores valencianos, desde Ausiàs March a Joanot Martorell, Roiç de Corella o Jaume Roig.
¿Nos vamos preparando para asumir esa decadencia, o alguien quiere liderar la vía catalana de siempre’, con el apoyo, seguro, de Ximo Puig?