Mariano Rajoy hizo algo inédito y sorprendente en 2015: renunció a someterse a la investidura pese a que había ganado las elecciones porque sabía que sería casi imposible reunir los votos necesarios. Pedro Sánchez tampoco lo consiguió, pero logró otros objetivos: darse a conocer y aumentar sus apoyos internos en el PSOE (insuficientes, como luego se vio, por otra parte).
Ahora, la candidatura frustrada del secretario general de los socialistas estaba cantada, como en aquella ocasión, pero necesitaba recorrer el trayecto de estos tres meses para seguir en el poder, tejer su estrategia hasta la repetición de las elecciones y, sobre todo, elaborar el relato de por qué hay que volver a las urnas.
Lo que ha hecho Sánchez es lo mismo que hizo Rajoy cuando obtuvo solo 123 diputados: el PP era el primer grupo parlamentario, pero no podía gobernar, así que volvió a convocar, sumó 14 escaños y con la elaborada abstención de los socialistas pudo permanecer en la Moncloa.
El político gallego es un gran aficionado al Tour, sabe que administrar bien las fuerzas es crucial y por eso siempre procuró ahorrar energías. El secretario general del PSOE es más boxeador que baloncestista, es fajador, parece que disfruta en el ring y cree en su estrategia de confrontación.
Pedro Sánchez no quiere gobernar con Unidas Podemos, y hará todo lo posible por evitarlo. Sus bases le gritaron la noche electoral que no pactara con Albert Rivera, que es lo que en realidad él hubiera deseado, como lo desean los pata negra de su partido. Ha navegado entre esas dos aguas, pero con el rumbo puesto en un Gobierno sin coletas, al menos sin coletas del aparato, lo que con Pablo Iglesias de interlocutor es poco menos que inimaginable.
Filtrar las negociaciones ya es de por sí asegurar su fracaso, pero Carmen Calvo obligó a Sánchez a dar un paso más allá. La vicepresidenta cometió el error de asegurar en público que Podemos tenía derecho a proponer los nombres de sus ministros, a lo que el presidente en funciones respondió dando publicidad al veto personal al secretario general de Podemos. Por si no había quedado suficientemente claro, ayer dijo en el hemiciclo que entre los morados no ve a gente preparada para llevar un ministerio.
La postura del presidente en funciones tiene sentido. En estos momentos, un Gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos es imposible, pero no porque la CEOE se inquiete, que seguro que lo hace, sino porque el país necesita mantener la senda del crecimiento y la creación de empleo. Y eso no se hace con brindis al sol y desafíos a Bruselas, ni amarrándose a una subida del SMI que en realidad es hija del derechista PNV.
Se hace generando confianza entre las empresas, pero sobre todo entre los trabajadores. Cuando un político pasa de la protesta en la calle al escaño en el Parlamento, la crítica debe transformarse en propuestas, no puede recurrir a la palabrería vacía.
Romano Prodi fue primer ministro de Italia y presidente de la Comisión Europea. Pese a ser de origen democristiano, es un hombre de formación materialista y, en su día, partidario del compromiso histórico. Tras abandonar Bruselas, explicó en una entrevista que siempre había entendido la historia como la dialéctica entre los grupos de interés, las clases sociales y los poderes fácticos. Pero que la experiencia política al más alto nivel le había hecho ver su error: la importancia decisiva en el devenir de los acontecimientos de las personas, su forma de ser, sus empatías y sus odios.
Cuando ayer veía por la tele a Gerardo Pisarello, que siendo teniente de alcalde de Barcelona recibió a unos inversores chinos en bermudas, sentado tras la tribuna de oradores; y a Jaume Asens, el diseñador de la huida a Bélgica de los exiliados catalanes, encorbatado junto a Iglesias, me acordé de Il Professore.