Como respuesta a la invasión de fake news, los grandes gurús de la nueva comunicación, la de internet, establecen algunos filtros para reconocer la solvencia de un texto, como que incluya muchas citas o que cuente con gráficos y enlaces. El algoritmo considera que esos elementos garantizan credibilidad y autenticidad.

También es lo que suelen hacer los historiadores en sus trabajos, y lo que hace José Berasaluce en su El engaño de la gastronomía española, un libro cuyo título no disimula las intenciones del autor. Una descalificación integral de la cocina que tantos éxitos ha obtenido en los últimos años y que él construye desde la crítica a los chefs triestrellados por haberse entregado al gran capital.

El contrato de los hermanos Roca con el BBVA, el de Ferrán Adrià con Telefónica o la compra del certamen Madrid Fusión por Vocento son la demostración de cómo el Ibex se hace con el negocio gastronómico para aumentar sus beneficios. Una gastronomía, por otra parte, que es copia de los maestros franceses, sin personalidad propia y carísima.

Aunque Berasaluce no lo explicita, Adrià es el mayor embustero, seguido de Ángel León, que no es nadie al lado del bretón Alexandre Couillon, especializado como el gaditano en convertir en un manjar el pescado de descarte.

El único cocinero español reconocido por Michelin que merece su respeto es Andoni Luis Aduriz. Y cabe deducir que se salva porque solo tiene un local, Mugaritz; porque no se ha vendido al capital patrocinando aceites o vinos; y tampoco ha montado sucursales en Singapur, Tokio o Barcelona.

El autor sacude a los chefs por iletrados, por carecer de formación académica --como, por otra parte, reconoce su admirado Aduriz en su biografía oficial--, lo que les incapacita para la creación artística. Y, sobre todo, azota a los que hablan en plan trascendente. A todos menos a Santi Santamaría, del que habla muy bien pese a que había convertido su casa en una pequeña multinacional. Le salva, probablemente, que en vida era enemigo feroz de Adrià.

Después de poner a parir a algunos críticos gastronómicos muy partidarios de la cocina de El Bulli, Berasaluce se despacha así: “Sea como sea, clausurado elBulli en 2011, y dejada tras de sí una tremenda orfandad y un franco estancamiento del sector, el futuro pasa inevitablemente por la aparición de nuevos formatos gastronómicos; tal vez porque de la misma forma que han surgido en otros sectores fórmulas colaborativas como Airbnb o Uber, surjan iniciativas de intercambio de experiencias gastronómicas en espacios privados”.

Resulta chocante que después de criticar con tanta dureza al capital --“Asistimos, en toda regla, a un sometimiento de las capacidades creativas, de la frágil naturaleza de los creadores, al poder económico”-- Berasaluce ponga como ejemplo a dos empresas que tratan de disfrazar sus beneficios como plataformas tecnológicas cuando son multinacionales ideadas precisamente para deslocalizar el pago de impuestos. De hecho, no serían negocio sin esa optimización fiscal.

Son 127 páginas con centenares de citas procedentes de casi 50 autores, una técnica bibliográfica que debería fortalecer la credibilidad y el rigor del texto, pero que en realidad le hacen un flaco favor. Porque la selección de esas citas está dirigida a apoyar la tesis central del ensayo --la mayor parte de los chefs famosos son unos ignorantes presuntuosos manejados por el dinero-- y porque incluso retuerce algunas referencias, como cuando alude a unas declaraciones de Juan Mari Arzak en las que evocaba su primera experiencia en El Bulli: el historiador las presenta justamente como lo contrario de lo que decía el cocinero vasco.

Algo semejante ocurre con el denostado apadrinamiento de las grandes empresas españolas: no buscan hacer negocio desde la cocina, sino mejorar su imagen asociándola a personajes de éxito admirados por los ciudadanos y cuyo trabajo se ha puesto de moda, como demuestran programas televisivos populares del estilo de Master Chef o de recetarios de cocina.

En fin, que si la editorial Trea digitaliza el libro, es muy probable que Google le dé un 100% de solvencia, con lo que quedará demostrado que el algoritmo contra las fake news también se equivoca. Habrá que adaptar a nuestros tiempos aquel viejo dicho --“Lo que natura no da, Salamanca no presta”-- por otro que rece: “Lo que natura no da, internet tampoco”.