En la política catalana se producen algunos fenómenos bastante curiosos; más lamentables que otra cosa. Uno de los más visibles en esta época de tensión entre independentistas es la euskaldunización de ciertos modales. Contagio de las antiguas formas de la política en el País Vasco, las que usaban los abertzales mientras practicaban la kale borroka y aplaudían lo que llamaban la lucha armada.

Eran muy bravos, como aún lo es Arnaldo Otegi, que incluso cuando quiere llamar a la calma lo hace exasperando a su interlocutor. Matonismo en estado puro con toques de superioridad moral.

Ese aire de echao p’adelante lo importó a Cataluña David Fernández, aquel diputado de la CUP que un día ejercía de anfitrión de proetarras y otro se abrazaba al president de los recortes, Artur Mas. Los cupaires, y especialmente sus cachorros de Arran, se han especializado en ese tono de intimidación, una chulería que ahora ya se ha extendido a otras formaciones, incluso no políticas; o no técnicamente políticas.

La CUP ha desaparecido del Ayuntamiento de Barcelona, donde en las últimas elecciones perdió casi la mitad de los votos que había obtenido en 2015. Su evolución en el Parlament ha sido paralela: se dejó 60.000 votos entre los comicios de 2015 y los de 2017: 40.000 de ellos en la ciudad de Barcelona. Por eso van a modificar sus estatutos internos para que Fernández pueda volver a primera línea.

Sorprendentemente, esa pérdida de respaldo popular es paralela al crecimiento de su influencia institucional, hasta el punto de que Quim Torra los incluye en la parodia de negociación presupuestaria. Y también entre ese sector del independentismo que quiere forzar otro otoño como el de 2017.

Joan Canadell, presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, ha recomendado a Pedro Sánchez que procure tener un Gobierno estable para cuando llegue la sentencia del Tribunal Supremo por el 1-O. En su opinión, no disponer de un Gabinete sólido podría dejar la puerta abierta a una desestabilización que “afectaría de forma muy negativa a la economía del Estado, situación del todo indeseable”.

Los presidentes de las otras 11 cámaras de comercio catalanas --hubo uno que escurrió el bulto-- respaldaron esa declaración, que se producía unos días después de que el propio Canadell llamara a un paro del país como respuesta al fallo judicial. Empresarios al frente de instituciones económicas que juegan a vacilar a un Gobierno con amenazas de paralización de la actividad económica. Increíble, pero cierto.

Otra activista que ha adoptado los modos matonistas es Elisenda Paluzie, presidenta de ANC. Su forma de decirle a ERC que se joda y aguante los escraches y las embestidas de los CDR cuando les echan mierda en sus sedes es acusarles de tener la piel muy fina y no aguantar las críticas. La respuesta es tan bestia y desafiante que los republicanos han preferido morderse la lengua. “Sois unos nenazas que no os atrevéis a participar en la Diada que os estamos preparando”, vino a decirles el martes desde la radio.

La CUP puede pasar apuros, incluso es posible que llegue a desaparecer, dado que su papel ha sido asumido por distintas organizaciones, incluso por partidos de derechas, pero al menos le quedará el orgullo de haber influido en la política catalana importando el pavoneo; lo que podríamos traducir por gallejar. Es innegable que ha supuesto un cambio importante para un territorio acostumbrado a una clase dirigente que siempre había cultivado la modestia, el no decir una palabra más alta que otra, lo que hiciera falta para crear un escenario compatible con el victimismo. El nuevo estilo, el del gallito, ha sido adoptado por los grupos que se han puesto al frente del país sin que nadie les haya votado, esos que insisten en que el “pueblo manda y el Govern --pasmado y amedrentado-- obedece”.