Sorprende que sorprenda, a estas alturas, que los políticos mienten. Y que no tienen estudios. No todos, es obvio. Seguro que son una minoría. Pero resulta evidente que su sector se ha convertido en un ecosistema propicio para las medias verdades y los chanchullos varios.
Lo último tiene que ver con los currículums arreglados –que ya tiene guasa que, con todo lo que hay sobre el tapete, tengamos que indignarnos por este asunto–. Los hay en todos los partidos. Y no es que los impostores inflen algún detalle en concreto, es que, directamente, se inventan estudios, licenciaturas, grados que nunca obtuvieron. Pero ahí están.
No pasa nada por no tener estudios. Es posible, incluso, que la titulitis esté desvirtuando el tener estudios. Si todo el mundo tiene un título, en ocasiones obtenido sin demasiado esfuerzo y con tal de tener algo aunque se haya logrado sin vocación, estamos empeorando el sistema entero. Pero eso es otro cantar.
Como digo, no pasa nada por no tener estudios. En política, es preferible que los supuestos representantes del pueblo lo tengan. Al menos, los que están en primera línea. Pero, en caso de que la vida les haya llevado por otros caminos, bastaría –con todas las precauciones– con que tuvieran inquietudes, sentido común y, como se dice ahora, calle. Que fueran útiles.
Sin embargo, ni lo uno, ni lo otro. Muchos de ellos se han convertido en parásitos de lo público. Son expertos del medrar. Narcisistas. Egoístas. Ni educación tienen. Aunque las escenas que nos brindan a diario son tan indignas que estamos anestesiados… O pasamos de sus espectáculos. Por desgracia. Al menos, los casos de los CV falsos han servido para quitarnos de encima a algunos de ellos. A ver dónde los recolocan por los favores realizados.
De todos modos, tal vez no está todo perdido si nos seguimos indignando, aunque sea de vez en cuando y con cuestiones de este tipo.