Hay políticos que no solo han perdido el pudor, sino que parecen haber hecho del despropósito una vocación. En España, el ridículo ya no es un accidente: es una estrategia. Esta semana, varios nombres ilustres lo han vuelto a demostrar con escenas dignas del museo del esperpento: Isabel Díaz Ayuso, Artur Mas y, cómo no, los dos Óscares del PSOE —Puente y López—, más interesados en acumular minutos de pantalla que en ejercer como ministros.

Cada uno en su estilo, pero todos unidos por un talento innegable: convertir la desvergüenza en una estética. Camus decía que “la desvergüenza no consiste en mentir, sino en no avergonzarse de haber mentido”. En la política española, eso ya es rutina.

Ayuso ha elevado su desprecio por la pluralidad lingüística a seña de identidad. Su último numerito —una rabieta en plena Conferencia de Presidentes por el uso de las lenguas cooficiales— quiso venderse como un acto de defensa nacional, pero no era más que propaganda de baratillo. No fue crítica: fue pataleta con ínfulas de doctrina.

Cada vez que el PP intenta avanzar en Cataluña, aparece una voz como la suya, dispuesta a volar los puentes sin necesidad de cálculo político. Cataluña no vota al PP porque el PP habla de Cataluña como si fuera un error histórico. Y Ayuso, convencida de ser una estadista envuelta en rojo, reparte tópicos con la convicción de quien confunde firmeza con ignorancia.

Si lo suyo fue un ejercicio de ignorancia voluntaria, lo de Artur Mas rozó lo patético. En un acto de Òmnium Cultural convertido en liturgia soberanista, el presidente catalán Salvador Illa aguantó con estoica elegancia los gritos de turno. Mas, en cambio, aplaudía con fervor, como un fan resignado en su propio declive. Quien aspiró a liderar un país parecía ahora un extra entusiasta de una causa vencida. A su lado, Josep Rull, presidente del Parlament, se sumaba al espectáculo con entusiasmo, aplaudiendo y vociferando junto a los suyos, con esa media sonrisa torcida que mezcla ironía y revancha.

Y entre tanto sainete, los ministros Puente y López llevan la política al terreno del espectáculo. Uno, Puente, vive enganchado al zasca y la provocación en prime time; el otro, López, sobreactúa la solemnidad con la vista puesta en el guion presidencial. Ambos parecen medir el éxito no en gestión, sino en retuits. Si la política fuera una gala, estos dos Óscares se disputarían la conducción... y los premios.

Josep Tarradellas, que entendía la política como contención, decía: “En política se puede hacer de todo, menos el ridículo”. Qué ironía. Hoy sus herederos no solo lo hacen: lo celebran. Mas ya no es ni sombra de lo que fue. Es un eco. Una caricatura que deambula por los actos públicos como quien se aferra a una gloria extinguida.

Ayuso, Mas, Puente, Rull, López… Todos evidencian lo mismo: hay políticos que no quieren transformar, sino simplemente figurar. No buscan gobernar, sino protagonizar. El ridículo ya no los avergüenza, porque han aprendido a vivir de él. Como viejos actores dispuestos a lo que sea por arrancar un último aplauso.

Y así marcha el país: entre griteríos vacíos y aplausos huecos. Gobernado por quienes no gobiernan, representado por quienes solo se representan a sí mismos. Lleno de fontaneros y ayudantes de cámara. El esperpento no es un desliz: es el libreto. Y lo interpretan con entusiasmo. De hecho, ¿alguien se atrevería a explicar de qué iba, qué decisiones se adoptaron en la cumbre del pinganillo?

Quizá haya que decirlo sin rodeos: hay políticos que no hacen el ridículo… son el ridículo. Y lo peor no es que lo sepan. Lo peor es que les encanta.