Vivimos en una época en la que, a priori, las mujeres hemos conquistado espacios históricamente vetados. Cada vez somos más en puestos de poder, en cargos de responsabilidad, en el liderazgo de empresas, gobiernos o medios de comunicación. La brecha sigue existiendo, pero escalamos. Y, lo más importante: ya no se cuestiona —al menos de forma abierta— la valía de una mujer para tomar decisiones, dirigir o influir.
Esta revolución ha sido palpable. Mujeres que ya no se callan, que salen a la calle, que se plantan, que denuncian. Una generación entera ha crecido viendo referentes femeninos que no existían hace tan solo unas décadas. Sin embargo, esta conquista choca de frente con una realidad aterradora: se nos sigue matando. Se nos sigue violando. Se nos sigue agrediendo. Y, lo más escalofriante, se nos sigue culpando.
En 2024, según los datos oficiales del Ministerio de Igualdad, 58 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas. Es una cifra que hiela la sangre, porque detrás de cada número hay una vida truncada, una familia destrozada y un sistema que no llegó a tiempo. Pero más allá de los asesinatos, están los miedos cotidianos.
Las rutinas que arrastramos desde que somos niñas y que repetimos sin pensar, porque de algún modo, en nuestro ADN, tenemos el miedo integrado. Y esto pasa cuando una amiga nos dice “ya he llegado a casa”, pues no está avisando de que ha evitado un atasco o que ha encontrado aparcamiento. Está diciendo “estoy viva”. Así de crudo. Así de real.
Entonces, ¿hemos empezado esta revolución por el tejado? ¿Hemos centrado nuestros esfuerzos en lo más visible, olvidando cimentar lo esencial? La presencia de mujeres en la esfera pública es crucial, por supuesto. Pero si en lo más íntimo, en lo más cotidiano, seguimos sintiéndonos vulnerables, expuestas, amenazadas… Algo no estamos haciendo del todo bien. No es suficiente con ocupar sillones si no podemos caminar tranquilas por la calle.
Y hay otro factor que merece reflexión: el contexto político y mediático. En Cataluña, por ejemplo, el procés monopolizó durante años todo el relato. Y lo que no era procés, no existía. Mientras en otras partes del mundo se celebraban avances feministas o se abrían debates profundos sobre género, aquí nos atrapó la espiral identitaria. Y en el resto de España, muchas veces, el foco estuvo tan fijado en esa tensión territorial que no quedó espacio para lo demás. Tampoco para nosotras.
Las mujeres seguimos saliendo cada 8 de marzo porque aún no hemos conseguido la igualdad. Pero a veces me pregunto si realmente la vamos a alcanzar algún día.
La revolución, al menos, está en marcha, sí. Pero no puede ser solo de escaparates. Necesitamos revisar los cimientos, hablar de educación, de justicia, de corresponsabilidad y sobre todo de respeto. Porque si la libertad de una mujer depende de si llega o no sana a casa, no es libertad. Es supervivencia.