Partamos de la base de que hay que cuidar y promover todas las lenguas, cuantas más se sepan, mejor, y de que ningún idioma desaparece hasta que muere su último hablante –a veces, ni eso–, cosa que ninguno de nosotros verá con el catalán ni el castellano… salvo que caiga un meteorito y lo destruya todo. Pero, entonces, poco importará.
Estas consideraciones vienen a cuenta del Pacte Nacional per la Llengua, firmado este martes por el Govern socialista, ERC y otros grupos y agentes, y que resulta un despropósito de arriba abajo. Se mire por donde se mire. Pero cumple con el objetivo por el que se ha creado: convertir la lengua en arma arrojadiza. Otra vez.
El mayor de los dislates es que no contenta a nadie. A nadie más que a los firmantes, que sacan beneficios particulares con el asunto. En el caso del PSC, es el precio de los votos de ERC para investir a Illa; en el de los republicanos, su manera de decir que pintan algo. Ni Junts ni la CUP se han adherido al documento.
Tampoco contenta, por supuesto, a los defensores del bilingüismo, que ven con este acuerdo un nuevo desprecio institucional hacia el castellano. Por lo tanto, el pacto divide. Mucho. Y, si divide tanto, no puede ser bueno.
Es más, el pacto pisotea los derechos de los castellanohablantes. Porque el asunto va de eso: de derechos lingüísticos de unos y otros. Proteger o promocionar una lengua no debería ser en ningún caso a costa de otra tan propia y oficial como el castellano.
El pacto también es un despropósito porque se refiere al catalán como “lengua propia” de Cataluña y como “eje vertebrador multisecular de su identificación nacional”. Aquí está el quid de la cuestión. Es la clave de todo este entramado.
En este sentido, el acuerdo insiste en que el catalán sea la única lengua “vehicular” del sistema educativo. A la porra las sentencias judiciales a favor del bilingüismo, un sistema que, aparentemente, tiene mucho más sentido común y beneficios para la sociedad.
Este acuerdo nacionalista es también un desatino en el momento en el que se refiere al catalán como lengua marginada, pero añade que es la segunda con más hablantes del “Estado”; es decir, de España. Por cierto, “Cataluña es lingüísticamente diversa desde el punto de vista del ordenamiento legal”, que reconoce el castellano como oficial.
Más. El documento suscrito reconoce que “la mayoría de la población catalana” se expresa, al menos, en dos lenguas, así como que “la situación política y legal del catalán [...] es la mejor de los últimos tres siglos”. Pero no logra el “pleno reconocimiento”.
Las tablas que acompañan el documento certifican que el catalán cuenta con más hablantes que nunca, cerca de siete millones lo entienden, lo hablan, lo escriben y lo leen. Incluidos el 63% de los nacidos en el resto de España y el 50% de los extranjeros. Sin embargo, su uso social está cayendo, devorado por el malísimo e impuesto castellano.
Por si fuera poco –y no voy a detenerme en la mención a Franco, que la hay–, este acuerdo está conectado con la Agenda 2030, un vínculo que implica “una voluntad de hacer confluir los esfuerzos para normalizar el catalán con una perspectiva que busca el bienestar de toda la humanidad”. ¿No es delirante?
Seguro, no hay dudas, que hay que impulsar el catalán en muchos ámbitos. Y cuantos más hablantes tenga, mejor. Pero estos éxitos no pueden llegar de la mano de demonizar el castellano y atacarlo por tierra, mar y aire.