“No más pactos con el 155”, rezaba el cartel de los CDR que irrumpieron la semana pasada en la sede de ERC para hacerles reconsiderar sus negociaciones con el PSC. Y digo reconsiderar como eufemismo de uno de los verbos más lesivos para la democracia: amenazar. Porque ninguna democracia se construye sobre los cimientos del miedo. Y la ciudadanía no debería tolerarlo.
Los CDR fueron a amenazar a un partido que negocia la investidura, erigiéndose guardianes de la democracia y brazos ejecutores del independentismo radical que representa Carles Puigdemont. El mismo que, tan solo un día antes de que asaltaran la sede de ERC, publicaba un tuit desesperado contra el “candidato del 155”, pero también contra periodistas, empresarios, jueces, futbolistas... Vamos, contra todo el que se ponga por delante.
Es la penúltima pataleta de quien sabe que no tiene los números para ser president, que hay una mayoría social a favor del tripartito y que, por tanto, toca o bien cumplir con su promesa de campaña y abandonar la política activa o bien agarrarse a la poltrona para que Junts siga siendo un partido prisionero de los intereses personales de uno solo. A Puigdemont le toca marcharse, por eso boicotea los pactos de otras fuerzas para provocar una repetición electoral en octubre y seguir estirando el chicle del posprocés.
Estos últimos días, el fugado ha intentado seducir a ERC pidiendo con una mano recuperar la unidad en el Parlament y en el Congreso mientras, con la otra, señalaba el camino a seguir a los CDR. Y sus soldados respondieron como mejor saben: con la intolerancia y el fascismo de no respetar a los representantes públicos, boicoteando el diálogo democrático en semanas vitales para esquivar una repetición electoral. Lo mismo que hace Puigdemont por la puerta trasera, pero a cara descubierta (aunque la mayoría de los CDR se tapaban dicha cara con el cartel).
Es el falso diálogo que predica desde hace más de siete años el expresident de la Generalitat, haciendo oídos sordos a los catalanes que les van retirando paulatinamente las responsabilidades de gobierno, mientras el PSC ha acabado gobernando la mayoría de ayuntamientos de Cataluña y está a punto de hacerse con las riendas de la Generalitat porque así ha hablado la ciudadanía el pasado 12M (y el 23J).
La pregunta no es cuándo será investido Salvador Illa. La pregunta es: ¿hasta cuándo Puigdemont va a seguir con esta farsa en lugar de asumir que su tiempo político ha terminado? Quizás va siendo hora de retirarse con dignidad en lugar de enviar emisarios tan poco elegantes, quizás va siendo hora de escribir otro libro en lugar de impedir a los catalanes pasar página.