El reparto de menores migrantes no acompañados que llegan a Canarias por toda España ha sacudido el mapa político del país y ha reconfigurado los gobiernos que, hasta este viernes, PP compartía con Vox. El Ejecutivo del archipiélago alertó de que era incapaz de atender el número de pateras que llegaban a sus costas y pidió ayuda al resto de autonomías. Cataluña, de nuevo, dio la nota. La Generalitat se negó a firmar el convenio por el que se le han asignado 31 niños en el reparto por todo el país.
El consejero de Derechos Sociales en funciones, Carles Campuzano, aseguró que ellos sí tienen ganas de acoger, pero alegó que ya hay demasiados menores solos en el territorio y habló de que en los últimos años ha llegado cerca de 800 adolescentes “de forma desordenada” hasta Cataluña.
Se trata del primer dato aproximado que se aporta desde el Govern sobre la cara más dura de la inmigración, los niños que dejan sus familias y que vienen solos hasta una Europa donde esperan cumplir los sueños -materiales, básicamente- que ven en sus móviles. Y no deja de ser incongruente que desde la Generalitat se reivindique que sí quieren acoger, pero quizá no tanto; y, desde luego, no se ha entrado en el fondo del problema real de falta de recursos para atender las necesidades, que son diversas, de estos niños migrantes.
El reparto de menores aprobado a regañadientes es una simple tirita a una realidad a la que las Administraciones Públicas deben hacer frente de forma coordinada y que es pasto de los populismos y extremismos. Y esto no solo ocurre en España, es lo habitual en el resto de Europa. Lo sorprendente de nuestro país es que se ha limitado a copiar las estrategias fallidas de los estados vecinos.
No existen datos oficiales, pero las ONG que trabajan con los menores migrantes señalan que casi el 40% de ellos se escapan de los centros de acogida donde les ubican. Lo hacen por una cuestión muy sencilla, si no cuentan con familiares en España -la realidad de la mayoría de los adolescentes-, su objetivo es cruzar el país para llegar a Francia, Alemania o Países Bajos, de forma principal.
Además, los centros son abiertos. A los adolescentes se les ofrece comida y un techo hasta que se considera que cumplen la mayoría de edad, pero pueden moverse de forma libre, y casi la mitad de ellos optan por recuperar fuerzas y seguir su camino. En un despacho se habrá decidido que desde Canarias se vaya a Murcia, por ejemplo, pero si la voluntad del chaval es llegar a la frontera, la ruta que seguirá está clara.
Y lo que harán en el camino, también. No se puede afirmar que sean delincuentes de serie. Sencillamente, son la cara más dura de los flujos migratorios y en demasiadas ocasiones están en el foco de mafias. Pero no dejan de ser menores de edad, cuestión que se olvida de forma demasiado recurrente.
No son ángeles. Sus historias son terribles. Han vivido en los campamentos de Ceuta a la espera de saltar la valla o en los puertos del norte de Marruecos a la espera de entrar en una patera o colarse debajo de un camión. Y muchos de ellos empezaron su camino en localidades remotas del África subsahariana.
La inversión en los lugares de origen es seguramente una de las soluciones que debería estar más contrastada. Pero entre que el dinero es poco probable que llegue a los más necesitados (los gobiernos son inestables y pasto de la corrupción) y que el proceso para que estas aportaciones den sus frutos, se requieren respuestas a corto y medio plazo.
Ni los ayuntamientos, ni los gobiernos autonómicos y ni España sola podrán hallar una solución eficaz. Especialmente si se tiene en cuenta que los índices de pobreza son cada vez más acusados, y Cataluña aquí no es una excepción, y no se consigue articular respuestas eficaces que no se estrellen en la burocracia. La respuesta al reto inmigratorio debe articularse desde Europa.
Sacar pecho de si uno se considera territorio de acogida no tiene sentido. España siempre ha sido una de las grandes puertas de entrada a Europa, y pasar por Barcelona u otras localidades del eje mediterráneo es el trayecto más lógico. La realidad es tozuda y tritura a los eslóganes. Mantener un debate adulto, que incluya todas las realidades y con una mirada más allá de los cuatro años habituales es, con cada vez más urgencia, una necesidad.