Barcelona tiene un problema con la seguridad. Los ciudadanos así lo manifiestan desde hace años y el gigante de los viajes corporativos catalán ha advertido esta semana a sus clientes que deben tomar medidas cuando aterricen en una ciudad que es mejor no recorrer con un reloj de lujo en la muñeca. La realidad está allí y es incómoda. Tanto, que la propia organización que hizo esta manifestación en un boletín interno lo matizó en un statement publicado a las pocas horas de que se divulgase su alerta.
Explicó que eso daba mala imagen a la urbe y se intentó justificar con la excusa peregrina de que el documento fue elaborado por un tercero. Lo que no mencionó es que hablar de lo que ocurre en ciertos barrios pone en riesgo la gallina de los huevos de oro de la economía local, la atracción de los llamados viajeros de negocios. Aquellos a los que se intenta hacer llegar en detrimento del turismo de borrachera y de despedida de soltero que siguen presentes en la urbe.
Con los últimos datos de tráfico del aeropuerto de El Prat en la mano, que Barcelona se haya convertido en una ciudad más insegura que antaño no pasa factura a su imagen internacional. Es posible que sí complique alcanzar el objetivo recurrente de ser destino de un visitante cada vez más premium, tal y como alertan algunas voces sectoriales. Con todo, la marca se mantiene fuerte como destino internacional.
Los que más sufren esta inseguridad son los propios barceloneses. Especialmente los que residen en algunos barrios muy concretos por encima de la Diagonal. Allí es normal haber sufrido un robo de móvil dos o tres veces, sea por un descuido o por vivir en carne propia técnicas de hurto que se mueven entre lo sofisticado (cortar el cordón de los dispositivos que se cuelgan) hasta cutres pero efectivos para el chorizo de turno.
En puntos pijos como el Turó Park se recomienda incluso entre los vecinos no salir a la calle con un reloj de lujo o con joyas demasiado ostentosas. Y los niños también son blanco de los ladrones cuando salen del colegio hasta el punto de que se ha tenido que reforzar la seguridad en las puertas de los centros.
Hay mucho hastío ciudadano y, aunque una de las prioridades más destacadas por el nuevo gobierno local sea reforzar la seguridad de Barcelona, lo ocurrido este viernes en el corazón del Eixample debería encender aún más las alarmas y forzar que los tempos se aceleren. El palo a dos turistas japonesas en Paseo de Gràcia acababa con un ladrón en el suelo, inmovilizado y agredido por los transeúntes. Recibió un chorreo de insultos. Y sí, eran tan racistas que incluso los que se habían acercado a increpar al joven por su actitud reprimieron a los que los escupían.
La Guardia Urbana y los Mossos d’Esquadra se personaron en el lugar del incidente en cuestión de minutos y pusieron orden. Completaron la detención y trasladaron al ladrón a sus dependencias. La gente se dispersó y, mientras se alejaban de la calle Pau Claris, compartían la sensación de éxito por haber intervenido. También mostraban su frustración con que el ladrón contra el que actuaron estará de nuevo en la calle en breve y afirmaban alto y claro que, si el escenario se repitiera, reeditarían el papel que acababan de desempeñar.
En cualquier democracia seria, el monopolio de la violencia está en manos de las fuerzas de seguridad. La confianza en que esta cesión funciona es básica para su buen funcionamiento. Si empieza a hacer agua, tomar medidas al respecto no es sólo urgente. Es imperioso.