Se fue el maestro Ibáñez y lo hizo sin hacer ruido, nunca lo hizo, porque lo importante siempre fueron sus hijos, Mortadelo, Filemón, Rompetechos, Pepe Gotera, Otilio, el botones Sacarino, la comunidad de 13 Rue del Percebe, aquellos con los que tantas generaciones aprendimos a leer y también a pensar, pues su particular mordaz inocencia siempre escondía mensajes que invitaban a la reflexión. Sus historietas eran, son y serán para todas las edades.
Ibáñez siempre pasó desapercibido; tanto, que ni siquiera se le otorgó en vida el Príncipe o Princesa de Asturias, un reconocimiento reclamado por muchos de sus fieles seguidores. Es ya no el historietista más afamado de España, sino uno de los más grandes del mundo; las aventuras de los agentes de la T.I.A. se han traducido a múltiples idiomas, y jamás ha recibido una crítica de nadie, con el mérito que eso tiene en los tiempos que corren, donde la piel humana es tan fina y en las redes habitan petardos de mecha corta. Ni siquiera los tópicos con los que representaba a los ciudadanos de otros países y etnias levantaron ampollas. Bueno, para ser justos ahora ha salido un nacionalista acomplejado para decir que Ibáñez se reía de los desgraciados y de los ignorantes y que propagaba el españolismo. Busca su momento de gloria a costa de un genio. Qué lástima.
Con Ibáñez muere también una forma de crecer y aprender. Los tebeos han dejado paso a las pantallas, pero no para leer, sino para consumir toneladas de basura en las redes sociales. Los niños, con el consentimiento de los padres, pasan horas delante del móvil, de la tableta, en TikTok, donde la mayoría de los contenidos, casi ilimitados, son bazofia y promueven el desaprendizaje, justo lo contrario de lo que hacen las historietas. Pocos creadores de contenido se salvan en ese universo de oscuridad. Todo ello, unido a un decadente sistema educativo, nos lleva a situaciones tan delicadas como el cada vez más generalizado mal uso de la lengua. No son tan pocos los que hablan y escriben mal el español, y eso que la escolarización es obligatoria. Y no es solo un problema de Cataluña, donde la imposición del catalán relega al castellano a la mínima expresión. Qué va, es un mal que sufre toda España. Y, en cierto modo, la política actual vive del atontamiento generalizado y en potencia. A todos nos manipulan con sus mensajes, pero hay quienes lo asumen, están alerta e intentan minimizar sus efectos mientras otros se creen todo lo que les dicen, aunque sea una mentira… o un cambio de opinión.