“L’Hospitalet de Llobregat es una ciudad de los Países Catalanes”. Bajo la lógica pancatalanista, la frase se podría hacer extensiva a otros municipios donde se asentó una buena parte de trabajadores andaluces procedentes del resto de España en los años cincuenta y sesenta. Pero la CUP la utiliza como lema de campaña para exigir al ayuntamiento de esa localidad que obligue a sus ciudadanos a asumir lo que ellos entienden como la cultura catalana.

Los antisistema, libertarios ellos, pretenden decirle a los vecinos de esa ciudad metropolitana cómo deben vivir, sentir y pensar. No es ajena a esa soflama independentista preelectoral el hecho de que L’Hospitalet acogiera recientemente una de las procesiones de Semana Santa más masivas de España: la 15+1. Masiva y, atención, laica.

En efecto, el nacionalismo catalán, tanto en su versión anticapitalista como conservadora, suele recurrir a topicazos a la hora de referirse al colectivo andaluz. Ese “hombre poco hecho”, expresión aplicada por Jordi Pujol a los nacidos en esa comunidad autónoma, es vago, católico y analfabeto. Después vendrían otros comentarios más sutiles, pero igualmente despectivos. “Mientras los catalanes trabajan, los andaluces toman el sol en la plaza del pueblo” (Josep Duran i Lleida), “A los niños andaluces no se les entiende” (Artur Mas)… Hasta llegar al momento álgido del procés, donde todo catalán con orígenes andaluces era tildado de ñordo, colono o españolista. O de delincuente, porque “¿alguien ha visto alguna vez a un ladrón o asesino hablar en catalán?”. O de “bestias humanas”, según el expresidente Quim Torra

Son ejemplos extremos, sí. Una caricatura de ese nacionalismo excluyente que desprecia a quien habla, opina o siente de forma diferente. Pero solo hace falta echar un vistazo a las redes sociales de determinados diputados, altos cargos y opinadores afines al separatismo para comprobar que esos prejuicios respecto al recién llegado, al disidente, al foráneo existen. ¿Miedo? ¿Ignorancia? ¿Xenofobia? Quizá es una mezcla de todo ello. El resultado es un populismo vacuo y estridente que no soporta las bromas de una enfermera que nunca despreció la lengua catalana, sino el requisito del C1. Como tampoco tolera el rechazo a ciertos gags de TV3. La libertad de expresión, entienden ellos, es el derecho de unos pocos. Los elegidos por el sistema nacionalista para trabajar o gobernar.

“Diguem NO a donar explicacions tota l’estona als espanyols”, instaba días atrás un humorista que estuvo a sueldo de Toni Soler, director del programa de la televisión catalana donde se bromeó sobre la Virgen del Rocío y los andaluces. Loable esa solidaridad entre cómicos, no tanto el reduccionismo con el que se aborda la polémica. Quienes se sienten ofendidos por esas sátiras, sostienen, son españolistas, fachas o represores. Escandalizarse ante el acoso sufrido por una enfermera que cuestionó las normas lingüísticas es catalanofobia. Indignarse porque 652.858 votantes del PSC son tildados de nazis en otro programa de TV3 es “represión”.

Y como eso no tiene remedio, andaluces, diguem no a dar explicaciones a ese nacionalismo excluyente. Diguem no a ser víctimas de ese gregarismo radical que etiqueta y delimita a las personas en función de su lugar de nacimiento. Diguem no a cada vez que se nos pregunta de dónde somos, en qué idioma hablamos y por qué. Diguem no a quienes nos juzgan con criterios identitarios. Ser andaluz o hijo de andaluz no es sinónimo de meapilas, ignorancia o catalanofobia, pues son (somos) legión quienes, originarios de aquella tierras son ateos, profesionales y bilingües.

Diguem no, en definitiva, a quienes imponen formas de vida, costumbres y lengua, incluso de forma subliminal, mediante un humor sin derecho a discrepar, lluvia fina que cala en las mentes chovinistas. Que la Iglesia se ofenda es lo de menos. O es lo lógico, pues es una cuestión de fe. Como lo es el nacionalismo, que también dicta sus dogmas, incuestionables como se ha visto durante el procés. A Jordi Pujol le indignó un sketch de Els Joglars y la Moreneta emitido en 1988 en aquel magnífico programa de Javier Gurruchaga. El expresidente, nacionalista y católico, no pudo soportar la parodia. Tampoco quienes creen en la Virgen del Rocío, un icono tan respetable como los que tiene el independentismo catalán. Se puede y se debe bromear con la religión. Pero también entender o respetar al ofendido. Y en este caso, la respuesta ha sido más soflama patriótica, más burla y más rencor hacia quienes no comulgan con el nacionalismo catalán.