Hace 60 años Anthony Burgess publicó una novela en la que describía un mundo futuro, inhumano, en el que un grupo de adolescentes se dedicaba a robar, asesinar y violar niñas aún más jóvenes que ellos. El libro, una pieza menor en la obra del escritor británico, fue muy criticado porque parte del público y de la crítica consideraron que incitaba a las barbaridades que cometían sus personajes.
Burgess rechazó aquellas acusaciones razonando que, de aplicar la misma horma a toda la creación literaria, William Shakespeare sería un promotor del adulterio y el parricidio. En vano. El libro fue tan maltratado que hasta el Opus Dei lo incluyó en la lista de lecturas prohibidas para sus miembros.
Diez años después, Stanley Kubrick supo ver el fondo de La naranja mecánica llevándola al cine con algunas modificaciones: una historia de ciencia ficción que incluye escenas de violencia juvenil nunca filmadas, aunque para evitar que el escándalo fuera mayúsculo el cineasta no presentó a verdugos y víctimas como niños y niñas, sino como adolescentes y adultos, a diferencia del texto original. Aun así, la brutalidad de las imágenes provocó un enorme rechazo; de tan perturbadora, la película era indigerible.
En nuestros días, las animaladas de Alex Delarge y su banda son el pan nuestro de cada día en las plataformas televisivas que todas las familias tienen en el comedor y en los ordenadores de sus hijos. Esas empresas se lavan las manos con tags de advertencia como sexo, desnudez o violencia mientras normalizan el entretenimiento basura que entra en las casas para consumo diario de las familias. Nadie se escandaliza porque ya estamos acostumbrados. De hecho, las películas y las series de ese estilo siempre figuran entre las más vistas.
A la vez, la pornografía de internet se ha convertido en la gran escuela sexual al alcance de todos, una escuela que enseña, como ya sabían aquellos jovencitos de la novela, que el placer es violencia y dominio. Las encuestas dicen que el aumento de su consumo es imparable.
Delarge, que en la novela era un menor de edad inimputable, estaba matriculado en un colegio y vivía con sus padres, que se preguntaban, incrédulos, cómo su hijo –de cuya vida en realidad no sabían nada-- había podido cometer los delitos de que le acusaban.
Me acordaba de La naranja mecánica mientras leía los detalles del crimen del Màgic de Badalona. Pero el drama de Sallent o el otro acoso escolar y tentativa de suicidio de Sant Carles de la Rápita también podrían evocar la célebre distopía. Lo que entonces solo vivía en la imaginación de Burgess ya ha tomado cuerpo, entre todos lo hemos convertido en real.
Lo peor es que no hay prevención que pueda evitarlo ni tratamiento social capaz de corregirlo a posteriori. El mundo que hemos construido genera inevitablemente unos desechos que tampoco son reciclables. Tal como intuyó Kubrick, el final de redención medicalizada que había ideado Burgess para sus pequeños bandidos no es creíble. Parece un callejón sin salida.