Hubo un tiempo en el que la información de sucesos acaparaba todas las portadas y titulares de prensa y medios de comunicación. Corría el año 1992. Los Juegos Olímpicos de Barcelona se acababan de celebrar con éxito y un atroz crimen convulsionó a la sociedad española. Tres adolescentes de 14 y 15 años habían desaparecido en el pueblo valenciano de Alcàsser. Los cadáveres aparecieron en enero del año siguiente. Mejor no entrar en detalle, solo recordar que fueron violadas, torturadas y asesinadas. Por aquel entonces no existían las redes sociales, pero la plaza del pueblo donde vivían las víctimas se convirtió en un circo mediático.
Pese a ello, la crónica de sucesos y de tribunales se ha ejercido en la mayoría de los casos con dignidad y rigor a lo largo de esos 30 años. Es el periodismo por excelencia, porque obliga a investigar y “hacer calle”, como se dice en el argot profesional. Es la mejor escuela para un periodista. En Cataluña, la política ha copado durante años la atención mediática, pero eso está empezando a cambiar. Los temas sociales, como no podía ser de otra manera tras una pandemia y una crisis energética, es lo que ahora consume el lector y televidente. Incluso el tuitero. Es ahí donde se corre el peligro de que la información se banalice, se magnifique. Que amarillee. Y, desgraciadamente, ese sensacionalismo arrastra en ocasiones a un periodismo necesario para remover conciencias.
Que Miguel Ricart, el único procesado por el terrible asesinato de las chicas de Alcàsser, haya sido detenido en el Raval se produce en un contexto de máxima alarma ciudadana por la inseguridad existente en Barcelona. Una alarma que quizá no se corresponde con las estadísticas delincuenciales, pero que es necesario tener en cuenta porque la percepción de los barceloneses también es importante.
Una alarma que genera malestar y, por tanto, problemas de convivencia. Y eso enlaza el cierre en falso de la rehabilitación preolímpica del Raval con las andanzas de Ricart en ese barrio, donde lideraba un narcopiso okupado. Los Juegos de Barcelona sirvieron de excusa para llevar a cabo una gran operación urbanística que engrosó las cuentas bancarias de unos pocos y cronificó la pobreza de muchos. La trama de pederastia descubierta en el verano de 1997 también puso de manifiesto la miseria y la explotación que dejaron atrás algunos especuladores.
Hoy, el Raval vuelve a ser visto como un gueto por el que no se puede transitar. ¿Ejerce esta zona del centro de Barcelona un efecto llamada de la delincuencia? Es muy posible que sí, que la fama –exagerada o no-- preceda al Raval en lo que respecta a refugio de malhechores, de gente de mal vivir, de mafias que se aprovechan del desespero humano. Pero hay que tener cuidado con el diagnóstico, porque si el enfoque es únicamen te policial, nunca se solucionará el problema.
Durante años, Ada Colau limitó la cuestión a la seguridad, enzarzada en una pelea con el exconsejero de Interior Miquel Buch, al que reprochaba la falta de despliegue de Mossos en el barrio. La activista, reacia a implicarse en temas policiales, vio el cielo abierto cuando, en base a su acuerdo de gobierno, PSC-Units asumió el negociado de la seguridad en Barcelona.
La Guardia Urbana ha aumentado sus efectivos en la ciudad, no así los Mossos, pero la situación en el Raval, donde lo canalla resulta atractivo si no eres residente –es lo que tenía el barrio chino, cuyos burdeles fascinaban a la burguesía catalana en tránsito, ajena a las penurias con el tiempo cronificadas--, requiere también de medidas sociales y urbanísticas. Ricart, lo explica muy bien Sara Cid en Crónica Global, pasaba desapercibido entre sus vecinos –su aspecto actual es irreconocible tras muchos años de cárcel y de rondar por distintos puntos de España--, quienes, no obstante, le culpan de las peleas y los trapicheos de un barrio “minado de narcopisos”.
El asesino de Alcàsser, como síntoma de lo que ocurre en el Raval. Ese patio trasero que los barceloneses no quieren ver. Y las administraciones tampoco.