El título no se refiere a la muerte de Isabel II, aunque el pesar por su desaparición sea compartido por todo el mundo. En realidad, hace referencia a Juan Carlos I, el rey emérito de España.
Nuestra monarquía y la británica, aunque estén emparentadas por lazos de sangre, no tienen mucho que ver desde el punto de vista político. Mientras que la española ha sido guadianesca, la de los Windsor no solo ha permanecido, sino que aun y con la lentitud que caracteriza algo tan conservador como la realeza, ha tratado de adaptarse a lo largo de los siglos.
Desde que Buckingham difundió las primeras señales de que la jefa del Estado agonizaba, la respuesta popular ha superado las expectativas de los sondeos de opinión sobre su popularidad. Los británicos han encontrado en una anciana archimillonaria, alejada del mundo como pocas personas pueden hacerlo en esta época de interconexión y globalización que vivimos, un motivo para creer en alguien que vela por los intereses de todos.
(Quizá sea interesante recordar en este punto que cuando en 1988 hizo su único viaje oficial a España confesó a su anfitrión, Juan Carlos I, que le había invitado a cenar en un local de postín de Mallorca, que era la primera vez en sus 62 años de vida que pisaba un restaurante. Ese era su mundo.)
Los escándalos de dinero de su marido y sus hijos no han mermado la fe de los súbditos, como tampoco lo han hecho los líos matrimoniales y extramatrimoniales de la dinastía. Ni siquiera su falta de cintura ante algunos de ellos, como ocurrió tras la muerte de la que estaba llamada a ser la reina consorte, Diana de Gales.
Uno no puede dejar de sentir cierta envidia cuando imagina qué habría ocurrido si se tratara de Juan Carlos I, y hubiera fallecido en el exilio (allí donde esté). ¿Cómo habríamos reaccionado los españoles al conocer la noticia?
¡Qué lástima de país! Un jefe del Estado que superó el legado franquista, que dominó a los militones golpistas y llevó a España hasta 1992, el año del éxtasis y de aquellas entrevistas internacionales que le ungieron con la corona más real de las posibles, pero que lo echó todo por la borda cuando dejó que su verdadero yo desbordara al personaje que le había designado la historia.