Una vez más hay que quitarse el sombrero ante los diseñadores del relato independentista catalán porque siempre triunfan, aunque también es cierto que se trata de una victoria efímera, de patas cortas. Cuando el caso montado en torno al estudio de CitizenLab empezaba a perder fuelle, otra entrega de espías les da nuevo impulso: el Barcelonagate.

Si en el primer capítulo la voz cantante estuvo en manos del entorno de JxCat, Òmnium y la ANC, ahora ha sido ERC la que no ha querido ir a remolque y ha tomado el testigo para mantener la tensión en torno a algo tan inverosímil como la interferencia del CNI en la elección del alcalde de Barcelona.

Quizá sea oportuno recordar que la noche del 26 de mayo de 2019 Ada Colau felicitó a Ernest Maragall como ganador de las elecciones municipales de Barcelona y su presunto sucesor. Miquel Iceta fue el único que en aquel momento habló de la posibilidad de formar otra mayoría. La líder de Barcelona en Comú y el candidato de ERC negociaron, pero el deseo de Maragall de anteponer los asuntos indentitarios hizo desistir a Colau de una alianza, tal como ha recordado ella estos días.

También ha dicho que no hubo mediadores, que las conversaciones eran personales y que por tanto fue imposible que alguien pinchara los teléfonos de unos intermediarios que inexistentes. Maragall no ha aludido a ese aspecto capital del asunto, ha preferido usarlo como material de desgaste contra sus dos principales rivales de las elecciones de 2023: Colau y Jaume Collboni, a los que acusa de ser beneficiarios, casi cómplices, del CNI.

Pese a lo que dice el nacionalismo y personajes tan oscuros como Gonzalo Boye, en este país la justicia aún funciona. La condena a cárcel de un antiguo compañero de José Manuel Villarejo --el también excomisario Eugenio Pino-- por incorporar a la causa de Jordi Pujol Ferrusola un pendrive conseguido de forma irregular es una buena noticia. Los jueces también se equivocan, y en este caso evitaron condenar al policía pese a que descalificaron las pruebas que había aportado. Ha tenido que ser una instancia superior, el TSJM, la que coherentemente ha sancionado sus manejos.

Una rectificación judicial muy oportuna ahora que se ha recordado un asunto policial turbio. El 26 de octubre de 2017 agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil interceptaron un convoy de los Mossos d’Esquadra que se disponía a incinerar documentación sobre el seguimiento de activistas, políticos y periodistas sospechosos por su constitucionalismo a los que la policía autonómica había investigado en los meses del clímax procesista.

El juez de instrucción número 22 de Barcelona y la Audiencia Provincial coincidieron en el archivo de la causa. Ambos tribunales entendieron que el atajo policial cuyos rastros iban a ser quemados y que nunca estuvieron destinados a nutrir un sumario ni gozaban autorización judicial sólo eran medidas de “seguridad” para proteger a los personajes controlados aquellos días “convulsos”. La mayoría del Parlament impidió que se abriera una comisión de investigación sobre el asunto, curiosamente los grupos que ahora indagan el presunto espionaje de los teléfonos de los activistas indepes.

Solo cabe esperar que, de la misma manera que la justicia ha acabado por poner en su sitio a quien obtuvo pruebas contra el hijo de Pujol haciendo trampas, un día sepamos quién ordenó seguir a catalanes constitucionalistas y por qué: si eran presuntos delincuentes o si lo merecían por su ideología.